miércoles, 17 de noviembre de 2010

La lucha de Odiseo con Polifemo

Odiseo contra Polifemo: La lucha por lo humano
Alfonso Flórez
Facultad de Filosofía
Pontificia Universidad Javeriana
18 de octubre del 2002
alflorez@javeriana.edu.co
 
1. La lucha de Odiseo con Polifemo

En el canto IX de la Odisea se encuentra el relato de la lucha épica que Odiseo sostendrá con Polifemo, el cíclope. El episodio es conocido:
Odiseo y sus compañeros, tras haber escapado de la tierra de los lotófagos, y así de la amenaza de olvidar el propósito capital de regresar a la patria, arriban a una pequeña isla situada enfrente de la isla de los cíclopes. Odiseo deja allí el grueso de su flota y se dirige en su propia nave a donde los cíclopes, con el propósito de averiguar qué hombres habitan allí: ―si son violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de las deidades‖ (172). Deja el navío en la playa y con los doce mejores compañeros se adentra en la exploración de la isla. Dan con una gruta donde se hallan muchos corderos y cabritos, así como gran cantidad de quesos, y elementos propios de su producción. Odiseo desestima la sugerencia de sus compañeros de tomar provisiones y marcharse y, por el contrario, después de ofrecer un sacrificio a los dioses, decide que deben esperar el regreso del habitante del lugar. Éste llega con sus rebaños y, después de haberlos organizado, divisa al encender el fuego a quienes se encuentran esperándolo. Polifemo, que así se llama este cíclope, interroga a los forasteros sobre el motivo de su presencia allí, si son comerciantes o piratas. Odiseo le responde con una breve narración de lo que han tenido que pasar desde que salieron de Troya; recurre a su hospitalidad y apela a su respeto a Zeus. Polifemo le replica que los cíclopes no se cuidan de Zeus y que él tan solo hace lo que le indica su ánimo. Le pregunta por su nave, a lo que Odiseo, ya sobre aviso, le responde que zozobró. Entonces, de repente, el cíclope toma a dos compañeros de Odiseo y los devora, tras lo cual se duerme. Odiseo desiste de matarle dormido, pues él y sus compañeros quedarían encerrados en la gruta, ya que el cíclope la mantiene sellada con un peñasco enorme. Al amanecer, el cíclope devora otros dos compañeros de Odiseo, y se marcha a apacentar sus rebaños, dejando a Odiseo y sus hombres en la caverna. Odiseo toma el día para meditar cómo escapar de tan precaria situación. Polifemo regresa al anochecer, organiza sus rebaños y se apareja la cena con otros dos compañeros de Odiseo. Éste, entonces, se dirige a
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él, ofreciéndole vino, que el cíclope toma en repetidas ocasiones, a la vez que le pregunta a Odiseo por su nombre. Éste le responde que se llama Nadie; y así, Nadie, lo llaman su madre, su padre y todos sus compañeros. El cíclope promete devorárselo al último, como muestra de su hospitalidad, y entonces cae profundamente dormido por los efectos del vino. Es entonces cuando Odiseo y los compañeros que quedan encienden la punta de una aguzada estaca, la cual hunden en el ojo del cíclope dormido. Éste, enloquecido de dolor, llama a los demás cíclopes, que le preguntan si alguien roba sus rebaños o le ataca; Polifemo les responde que nadie le ataca, con lo que los demás cíclopes se marchan, pues nada pueden hacer ante una enfermedad enviada por Zeus. Al amanecer Polifemo corre la roca y se sitúa en la entrada de la cueva para evitar que Odiseo y sus compañeros huyan. Ellos logran escapar, sin embargo, colgados de los lanudos vientres de los mayores carneros; toman unas reses y se embarcan con sus compañeros. Cuando se encuentran alejados de la costa, pero no tanto, Odiseo recrimina a gritos al cíclope, pues lo que le ha ocurrido es un castigo divino por no haber respetado la hospitalidad. El cíclope les arroja un enorme peñasco, que casi hunde la nave y la hace retornar a la playa. Con esfuerzos y en silencio, los hombres logran enfilar otra vez la nave, mas Odiseo, de nuevo, cuando se encuentran a más distancia que antes, y a pesar de los ruegos de sus compañeros, se presenta al cíclope como Odiseo, hijo de Laertes, que vive en Ítaca. Ante esto, Polifemo reconoce, resignado, que así se cumple un pronóstico que señalaba a Odiseo como aquél que lo cegaría, pero que él esperaba a ―un varón de gran estatura, gallardo, de mucha fuerza‖ y, en cambio, este Odiseo es ―un hombre pequeño, despreciable y menguado‖; tras lo cual, se dirige a su padre, Poseidón, para pedirle que Odiseo no vuelva nunca a su tierra, ―más si está destinado que ha de ver a los suyos y volver a su bien construida casa y a su patria, sea tarde y mal, en nave ajena, después de perder todos los compañeros, y se encuentre con nuevas cuitas en su morada‖ (530), y a continuación les arroja otra gran roca, que impulsa la nave a la isla donde se encuentra el grupo principal de la expedición de Odiseo. Allí Odiseo ofrece a Zeus el carnero mayor como sacrificio, pero éste no lo acepta, y solo medita en la perdición del héroe.
En este relato, que se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental, se encuentran motivos fundamentales de la constitución del ser humano como tal. Ya desde el comienzo mismo del episodio, los cíclopes son descritos como ―soberbios y sin ley‖ (106), montaraces en todo sentido, pues sin sembrar, llevan una vida holgada gracias a las riquezas que Zeus les provee (107-112); ―no tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni leyes tampoco‖ (113s), viviendo solitarios en cuevas, solo con sus mujeres y sus hijos, pero sin asociarse unos con otros (115). Se trata, pues, de seres muy poderosos, por su linaje divino, pero que, por lo demás, viven en condiciones completamente naturales, casi animales. Estos dioses animalizados o bestias endiosadas reciben de la divinidad muchas riquezas naturales, pero carecen de sociedad y de leyes. Por eso, el
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propósito de Odiseo al ir a su isla será el de averiguar si sus habitantes son ―salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de las deidades‖ (176), donde ser salvaje —esto es, estar atenido a sí mismo, preocuparse solo de lo propio— se contrasta con ser hospitalario —esto es, estar abierto al otro, preocuparse por los demás, especialmente de los que se adentran en el territorio propio—, y donde ser injusto es lo contrario de sentir temor ante la divinidad. La primera descripción de Polifemo lo presenta como ―un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie; y, apartado de todos, ocupaba su ánimo en cosas inicuas‖ (190). Su gran fortaleza natural la ocupa en una actividad elemental, también casi natural, pero, en todo caso, aislado del trato de los demás (nota que se menciona tres veces), lo que se conjuga con su carácter impío (189: a) qemi/stia). Polifemo no es un ser puramente natural, como los carneros que cuida; por su gran potencia se asemeja a los dioses, pero a diferencia de ellos y de los hombres lleva una vida donde se combina la cercanía al estado de naturaleza con un ánimo perverso. Por eso, es más ―un monstruo horrible‖ (190) que un hombre (191).
La expedición con la que Odiseo abordará al cíclope ha sufrido una doble selección: primero, en la isla base, donde cala la parte principal de su flota, y luego en la playa de la isla, donde selecciona a los doce mejores hombres para que lo acompañen. Tanto esmero no es casual, pues ya desde el primer momento Odiseo supuso que iban al encuentro de ―un hombre dotado de extraordinaria fuerza, salvaje, e ignorante de la justicia y de las leyes‖ (213ss); por eso, se requiere sacar lo mejor del género humano para enfrentar a semejante monstruo. A diferencia de otros peligros que se le presentan al héroe en sus largos avatares, el trance en el que pronto se va a ver comprometido no lo asalta de improviso, todo lo contrario. Habiendo tenido la oportunidad de surtirse de los alimentos que se encontraban en la cueva y marcharse enseguida, Odiseo se propone, más bien, esperar a su habitante. Aunque ya presentía de quién se trataba, su decisión es encontrárselo en persona y ―probar si [le] ofrecería los dones de la hospitalidad‖ (229). El hombre debe enfrentar al monstruo que ya se anuncia salvaje e injusto, no a pesar de ello, sino precisamente por ello. No se trata, pues, de un acto de valor, aunque se requiere valor para enfrentarlo, sino de un acto de afirmación de sí mismo, del hombre frente al monstruo, así éste no sea una amenaza inminente para él.
Por eso, el hecho de encontrar a los hombres en su cueva no deja de sorprender a Polifemo. Es un primer gesto de afirmación moral de estos débiles seres ante el poderoso gigante. Éste no puede creer que estén allí por su propia voluntad; ha de tratarse de comerciantes o de piratas, y en este sentido los interroga. La respuesta de Odiseo no puede ser más sensata, pues lo que son depende de lo que han sido y, por eso, se hallan ahora en medio del viaje de regreso a su patria. Su historia les llena de orgullo y es con este sentimiento que ahora espera recibir los dones de la hospitalidad por el respeto que se les debe a los dioses. La hospitalidad, respeto al otro, y el temor a
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la divinidad, respeto a los dioses, se encuentran, pues, inextricablemente ligados, como también lo muestra Polifemo, aunque en sentido negativo, en su respuesta a la petición de Odiseo. Aquél, en efecto, señala que como poderoso cíclope que es, no teme a los dioses, ni le interesan sus designios; él solo se rige por las determinaciones de su ánimo (278: qumo/j). No es, pues, su tamaño gigantesco, ni el solo tener un ojo en medio de la frente, ni el hecho de llevar una vida simple o apartada, lo que constituye al cíclope en un monstruo. Su monstruosidad consiste en no reconocer ley alguna, divina o humana; él solo se rige por lo que le dicten sus propios afectos y pasiones, y el género de vida que lleva, apartado de la comunidad de los hombres, es solo una consecuencia de esta elección ética. La monstruosidad no es no tener ley, sino no tenerla debiéndola tener, y proceder entonces, dentro del ámbito propio de lo humano, con determinaciones puramente naturales, propias de animales.
En este momento acaba todo diálogo entre Odiseo y Polifemo, pues éste, sin provocación, sin justificación, sin propósito, comienza a devorar a los propios hombres, a los compañeros de Odiseo. No es solo que les dé muerte —Odiseo y sus hombres son guerreros—, sino que los ataca con sevicia y crueldad, aprovechando su enorme superioridad física para mantenerlos prisioneros e irlos eliminando conforme a sus deseos. El carácter del monstruo lo lleva a eliminar despiadadamente a los hombres, a aquellos que quisieron creer en él, que quisieron recibir su hospitalidad, producto del respeto a los dioses. Pero al no guardarse de las divinidades, al no regirse por ley alguna, Polifemo simplemente se muestra como lo que es: un devorador de hombres; su hospitalidad es cínica y salvaje, y lo único que le ofrece a Odiseo es llevar su pena al extremo devorándoselo al último (369s). La situación es desesperada, pero una cosa es clara: los hombres no podrán liberarse del cíclope recurriendo a la mera fuerza física, no solo porque en ese terreno su desventaja sea desproporcionada sino, ante todo, porque sin importar qué tan crítica sea su situación, los hombres han de obrar como hombres, eludiendo toda equiparación con el monstruo.
Por eso, tan pronto el cíclope los deja solos, Odiseo se pone a pensar acerca del modo de liberarse de tan precaria situación, esperando en ello incluso la ayuda de la diosa de la sabiduría, Atenea. Urde, pues, la estratagema de la estaca, que se apresta gracias a la colaboración y al trabajo de los hombres supervivientes. Enseguida hay una tercera selección, ahora para determinar los cuatro hombres que acompañarán a Odiseo en la ejecución del plan. La suerte, en este caso, coincide con la prudencia, de forma tal que los seleccionados al azar son los mismos que Odiseo habría elegido. En los momentos decisivos la casualidad es irrelevante, pues queda asumida en el designio más profundo que el hombre se ha trazado. Entretanto, el cíclope ha organizado su redil y ha dado cuenta de otros dos compañeros de Odiseo, en un espantoso ritual que ya se ha dado tres veces, donde la vida casi natural del cíclope se aúna con su antropofagia; ello indica que la depravación del gigante no es momentánea, ni obedece a algún estado de demencia: precisamente
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por estar atenido tan solo a la naturaleza, el cíclope, que tiene el deber de distanciarse de ella, pero no lo hace, es capaz del comportamiento más horrendo. Es de presumir que esta repetición de la atrocidad habría de continuar indefinidamente, hasta el exterminio total de los hombres, si la palabra salvadora de Odiseo no hubiese roto la monotonía del terror. El diálogo que se entabla a continuación es el primer paso del plan de Odiseo para rendir al cíclope. Éste no está interesado, en realidad, en hablar con Odiseo, solo en comer y en beber del vino que le ofrece. Odiseo mismo se lo hace saber, pues le recrimina que no comportarse como es debido (352: kata\ moi=ran) impedirá que vengan otros hombres. Es claro que sin normas no hay posibilidad de que la comunidad humana se constituya. Cuando Polifemo ya está mareado por el vino, Odiseo le revela su identidad, le enseña su nombre, una puntada más de su plan. Más allá de la incidencia argumental, que Odiseo se presente a Polifemo como Nadie expresa la inconmensurabilidad del mundo humano con el mundo ciclópeo; el hombre no logra encontrar su lugar en el espacio salvaje e inhumano de los colosos solitarios. Más tarde llegará la hora de la verdadera revelación.
Cuando el gigante se duerme, llega por fin la hora decisiva, el momento culminante de poner en obra lo cavilado. De nuevo, los hombres solos serían impotentes para ejecutar una acción tan arrojada si una deidad no les hubiese infundido una gran audacia. En los momentos determinantes de la vida, los hombres se amparan en algo que se encuentra más allá; solo se puede ser hombre si se está abierto a lo trascendente. El aguzado e incandescente madero destripa el ojo del cíclope, en una empresa que habría sido imposible para un hombre solo, así como un hombre solo, por fuerte o ingenioso que fuese, no podría construir un navío. Viene a continuación el último ardid de Odiseo para escapar del antro y de su dueño. En esta escena Polifemo muestra rasgos de ternura hacia sus rebaños que, aunque se podían adivinar por la dedicación que le pone al oficio de pastor, al hacerse explícitos forman un vivo contraste no solo con las reiteradas acciones de salvajismo que se acaban de narrar sino con el carácter inicuo que se entremezcla con su dedicación a los animales (447-460). Este ser pervertido no es una fiera de crueldad; su ferocidad no es la de las bestias sino la de un ser cuya naturaleza propia ha sufrido una corrupción moral por parte de la naturaleza, con mayor precisión, por tomar a la naturaleza como principio de conducta. El único ojo del cíclope es símbolo de su relación directa y única con la naturaleza, como lo expresa el gigante dirigiéndose a su carnero preferido: "sin duda echarás de menos el ojo de tu señor" (452s). Cegar al cíclope es el modo de cortar esta relación inmediata, pues en lo sucesivo el cíclope habrá de relacionarse con rodeos con la naturaleza, y en el espacio así abierto hay la posibilidad de que anide algún principio de la moralidad.
Libres por fin de los peligros, los hombres se hacen a la mar, retomando su propósito exclusivo de volver a la patria, de volver a la casa. Pero entonces, en forma intempestiva, Odiseo le recrimina al cíclope que sus malas acciones, esto es, haber violado en forma grave los principios de
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la hospitalidad, expresión del respeto al otro, le han acarreado el castigo que ahora sufre, castigo impuesto por Zeus y los demás dioses. No se atribuye Odiseo la potestad de castigar al impío Polifemo; es cierto que fueron él y sus compañeros quienes adelantaron la acción física de enterrar la estaca en el ojo, produciéndole la ceguera (502-505), pero que dicho acto sea un castigo situado en el ámbito de lo moral es algo que queda reservado a la divinidad. Odiseo, de vuelta al mundo humano, a su mundo, que es buscar su patria, puede ya hablar a Polifemo con toda claridad sobre su iniquidad; como ya se mencionó, el cíclope ciego e impotente también se ha abierto al mundo moral, así sea con sentimientos negativos. La doble navegación que causa el peñasco arrojado por el cíclope indica la firmeza de la determinación de Odiseo de llevar hasta sus últimas consecuencias, mejor aún, de cerrar en debida forma, el encuentro con el gigante, que él mismo había abierto. Habitando ya en su mundo humano, Odiseo se revela al cíclope ciego. Éste, al oír el verdadero nombre de quien ha causado su desgracia, no puede sino reconocer que, en forma muy distinta a lo que él esperaba, los vaticinios han terminado por cumplirse. Su invocación a Poseidón (528) lo abre al mundo trascendente de los dioses, que hasta entonces se había negado a reconocer. Es en este contexto que lanza la maldición sobre el trágico destino de Odiseo y de sus compañeros, que el dios escucha (536s). Con esto resulta evidente que el conjunto de vicisitudes por las que Odiseo todavía habrá de pasar son, en últimas, la consecuencia de la lucha de Odiseo con Polifemo acerca de la hospitalidad y el temor a los dioses, es decir, acerca del mundo de lo humano, que Odiseo afirma y defiende frente a Polifemo, a quien, incluso, logra contagiar algo del carácter de este mundo, abierto a lo trascendente, así haya sido al precio de la ceguera definitiva.
En la playa de la isla donde recala el grueso de su flota, Odiseo ofrece a Zeus el sacrificio del carnero, cerrándose así, con una invocación a los dioses, el episodio que se había iniciado de igual modo (231). La vida humana se halla enmarcada por su referencia a lo trascendente, irrenunciable en todo caso, aunque ya los sucesos mismos no se den como el hombre espera, como lo averiguará muy pronto el propio Odiseo.
2. El mundo de lo humano
El relato de la lucha épica que Odiseo sostiene con Polifemo ha permitido ya avanzar en una determinada interpretación de lo que es característico de lo humano. Conviene, pues, haciendo valer los elementos ya ganados, estructurar la reflexión de forma tal que se pueda ver con claridad el quid de la propuesta. Para ello recurriré a un famoso texto aristotélico donde me parece que el relato anterior encuentra su arraigo teórico.
En el primer libro de la Política, Aristóteles viene explicando cómo se constituye la ciudad a partir de comunidades primeras, más elementales que ella. El establecimiento de la ciudad —po/lij—
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se presenta, entonces, como el fin del desarrollo de aquellas comunidades primeras y, por ser la naturaleza fin (1252b32), puede decirse que ―una de las cosas naturales es la ciudad‖ —tw=n fu/sei h( po/lij e)sti— (1253a2) y que ―el hombre es por naturaleza un animal social‖ —o( a)/nqrwpoj fu/sei politiko\n z%=on— (1253a2-3). No es, sin embargo, el hombre un animal social a la manera de las abejas o de cualquier otro animal gregario. No. Entre estos animales que viven en colmenas, en manadas, en bandadas, y el hombre que vive en la comunidad que es la ciudad hay una diferencia de orden: el hombre es un animal social más que —ma=llon— cualquiera de estos otros animales (1253a7-8). La razón para que se afirme esta diferencia cualitativa entre el carácter gregario de los animales y el carácter social del hombre es que éste, el hombre, es el único animal que tiene palabra— lo/gon de\ mo/non a)/nqrwpoj e)/xei tw=n z%/wn— (1253a9-10). En efecto, los otros animales poseen voz —fwnh\—, que es más que una mera manifestación corporal, es un signo —shmei=on— por el que estos animales indican —shmai/nein— unos a otros sus sensaciones de dolor —luphrou=— y de placer —h(de/oj—; y esto es todo lo que en este respecto comprende su naturaleza, esto es, la sensación de dolor o de placer, la voz como expresión significa de dicha sensación, y la correspondiente indicación de su afección a otros miembros de su grupo (1253a10-14). En contraste con la voz, la palabra —lo/goj— sirve para manifestar lo conveniente —sumfe/ron— y lo perjudicial —blabero/n—, ya no tanto lo placentero y lo doloroso, pues es evidente que no tienen por qué coincidir lo placentero con lo conveniente y lo doloroso con lo perjudicial. Esta diferencia justifica la diferencia de orden entre el carácter gregario de los demás animales y el carácter social del hombre. Se trata, pues, de la diferencia entre un ser que expresa y comunica en forma directa sus afecciones y un ser que puede tomar distancia de dicha afección inmediata para manifestar si, en el contexto, dichas afecciones dolorosas o placenteras son convenientes o perjudiciales. Si el carácter de los otros animales es directo, el del hombre es reflexivo. Nótese, sin embargo, que los otros animales ya están situados en un mundo de signos, así estos signos sean directos e inmediatos, por lo que mal podría caracterizarse la palabra —lo/goj— como aquella nota que lleva de un mundo puramente expresivo al mundo de los signos. La diferencia a la que aquí se apunta es más honda, pues aunque el mundo de la palabra asume de algún modo el mundo del signo, lo sobrepasa en el orden de la reflexión, que es lo característico del lo/goj, y que el mero vocablo español ‗palabra‘ no alcanza a captar.
Así, pues, con el lo/goj se apunta, más allá de la diferencia inmediata entre lo doloroso y lo placentero, al ámbito reflexivo de lo conveniente y lo perjudicial. Determinado así el espacio propio del ser humano, caracterizado en un primer momento como reflexivo y contextual, por contraste con el campo propio de los demás animales gregarios, es necesario proceder a dar una determinación más precisa de dicho espacio. El lo/goj, en efecto, sirve también para manifestar lo justo —di/kaioj— y lo injusto —a)/dikoj— (1253a15), es decir, lo conveniente y lo perjudicial no solo no se identifica
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con lo placentero y lo doloroso sino que esta no identificación ha de poder caracterizarse como justa o injusta, esto es, como conveniente o perjudicial según un criterio independiente y vinculante universalmente, esto es, según la ley —no/moj— (EN, 1134a30). Lo propio del hombre, entonces, frente a los demás animales es que solo él posee el sentido del bien y del mal —a)gaqou kai\ kakou=—, de lo justo y de lo injusto —dikai/ou kai\ a)di/kou— y de los demás valores —kai\ tw=n a)/llwn ai)/sqhsin— (1253a15-18).
Con la observación de que el lo/goj sirve para manifestar lo justo y lo injusto se establece, entonces, un vínculo interno, esto es, conceptual, entre lo/goj y no/moj, porque si no, no se entendería que solo el hombre, entre todos los demás animales, sea el único que tiene lo/goj (1253a10) y sea también el único que tiene el sentido de lo justo y de lo injusto (1253a16). Es evidente que no se trata de dos notas diferentes, propias del hombre frente a los demás animales. Es claro, también, que el lo/goj es más que un mero vehículo, mejor dicho, no es un mero vehículo del sentido interno de justicia en el hombre, pues en ese caso el lo/goj se estaría reduciendo a mero signo, a mero indicador de un estado interno, borrándose la diferencia de grado que mantiene con los demás animales. El lo/goj, y aquí se ve la insuficiencia del vocablo español ‗palabra‘, es mucho más que un signo indicativo, si no, no habría razón para pensar que la comunidad humana tiene un carácter social en un sentido mucho mayor (1253a8) que lo que los demás animales son gregarios. Se trata, pues, de develar la relación entre lo/goj y no/moj, en donde hay que evitar sobre todo un error: pensar que lo/goj y no/moj pueden determinarse desde fuera, es decir, extrínsecamente uno de otro, para después proceder a señalar sus puntos de coincidencia. Si se tratase de mostrar que lo/goj y no/moj apuntan diferenciadamente a un mismo aspecto fundamental del ser humano, dicho enfoque meramente extrincesista sería erróneo ya desde el principio, pues una de estas nociones no podrá investigarse sin inquirir ya en ello y por lo mismo por la otra noción. La relación interna entre lo/goj y no/moj significa, entonces, que de suyo el ejercicio del lo/goj ya es nómico y la constitución del no/moj ya es lógica; es decir, que por sí mismo el lo/goj conlleva un aspecto normativo y el no/moj, uno racional. La construcción de la casa y la ciudad es posible solo por la participación comunitaria en estas notas, es decir, en el lo/goj y en el no/moj (1253a18). Con esto no hay que entender, por cierto, que pueda haber hombres aislados, en posesión de lo/goj y de no/moj, gracias a la cual posesión pueden asociarse para construir la ciudad. Justamente, la ciudad –po/lij– es anterior a tales individuos y los hace posibles (1253a19), pues eso es lo que significa que el hombre es un animal social: que no puede constituirse como hombre sino en el seno de la comunidad humana, que en tanto es comunidad humana –po/lij– en cuanto posee las determinaciones fundamentales de lo/goj y de no/moj. Solo, pues, en el espacio determinado por estas tres nociones –po/lij -lo/goj -no/moj– puede el hombre ser propiamente hombre.
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Con esto se está diciendo que el carácter natural de la po/lij coincide con que el hombre sea por naturaleza un animal social. Con ello no se quiere decir ni que la po/lij sea un elemento más de la naturaleza en general, ni que el hombre sea un ser más de la naturaleza, solo que su naturaleza es de carácter social y cívico. Por el contrario, las afirmaciones acerca del carácter natural de la po/lij y del ser social del hombre buscan determinar el espacio propio (1253a16) y apropiado del ser humano a diferencia de los demás animales, así estos sean gregarios y se expresen con signos. Lo natural en el hombre no tiene que ver con la naturaleza en sentido lato; lo natural para él difiere radicalmente de lo natural para los animales, y la comunidad humana no tiene nada que ver con ningún grupo de animales. Por eso, quien no necesita de la comunidad humana en modo alguno puede ser un hombre; a lo más será un dios, a lo menos, una bestia (1253a27-29), pero de ninguna manera un hombre.
Esto quiere decir que la terna de nociones po/lij -lo/goj -no/moj crea un hiato entre la naturaleza natural y la naturaleza humana. Esta solo puede discurrir como existencia comunitaria, en el medio del lenguaje y de la razón, constituida y determinada por normas; donde cada una de estas notas no puede entenderse separadamente de las demás, pues cada una equivale a las otras dos y todas se implican mutuamente. El orden humano es, pues, irreducible al orden natural, exactamente en el mismo sentido en que lo normativo es irreducible a lo fáctico, lo lingüístico a lo expresivo, lo racional a lo instintivo, y lo cívico a lo gregario. En todos estos aspectos puede decirse que el mundo humano trasciende el mundo natural en el sentido de no provenir de él, de no poderse reducir a él, ni explicar por él. Ocurre más bien al contrario: todo aquello que tiene una raíz natural en el hombre queda asumido en su mundo; su beber y comer, su procrear y dormir, su nacer y morir, son acciones naturales solo en cierto sentido, y ciertamente no en el sentido importante, pues son ante todo acciones humanas, y un hombre, por cuanto no es una bestia ni un dios, solo puede beber y comer, procrear y dormir, nacer y morir, como hombre, esto es, dentro del espacio determinado por la terna po/lij -lo/goj -no/moj. Este carácter irreducible de lo humano a lo natural es lo que quiere decir que el mundo humano trasciende el mundo natural, y como trascendente que es su origen se ahoga en el misterio, pues por sí mismo no podría tener este carácter trascendente, ya que si lo tuviera con ello solo se estaría afirmando la posibilidad de contenerse a sí mismo, de constituirse a sí mismo, en últimas, de ser un mero plano paralelo al mundo natural, una duplicación de la naturaleza que no tendría fuerza vinculante. Si el mundo humano trasciende el mundo natural ello solo puede ser porque no se agota en sí mismo, porque es imposible que se reduzca a sí mismo; si el primer orden de trascendencia no se remite a un orden absoluto de trascendencia, ninguna trascendencia sería ni siquiera posible o pensable. A diferencia de Aristóteles, Platón vio muy bien la necesidad de esta trascendencia absoluta para el orden humano, como lo expresa en repetidas ocasiones, a lo largo de su dilatada carrera (Ep. VII, 354e: ―Dios para los hombres
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sensatos es ley‖; Leg., 762e: ―el servicio a las leyes es un servicio a los dioses"; Leg., 701 b-c; Leg., 892a-c).
3. Humanidad contra inhumanidad
Este esbozo mínimo de los elementos que determinan el ámbito propio de lo humano proporciona el marco de trabajo para entender qué se juega en la lucha de Odiseo con Polifemo. Habiendo avanzado ya en una determinada lectura del texto homérico, voy a enfatizar lo que a mi parecer son las principales líneas de fuerza del relato en la delimitación entre lo humano y lo salvaje.
Se escucha –en esta época de conciencia ecológica y animal– lo inapropiado de calificar las peores acciones del hombre y a sus autores como bestiales, salvajes, animales, fieros. Se aduce para ello que mal se pueden trasladar determinaciones de los animales a las peores acciones de los hombres, pues aquellos son, en cierto sentido, inocentes moralmente o, en todo caso, no son susceptibles de calificación moral alguna. Pero justamente el sentido traslaticio es lo que aquí interesa sobre todo: juzgar una acción humana deplorable como salvaje no está expresando un juicio sobre el carácter de los animales, por ejemplo, que sea malo para el tigre ser salvaje; el punto importante es que es malo para el hombre ser salvaje como un tigre o cualquier otra fiera, pues tal actitud expresa un desconocimiento de las categorías propias de lo humano, una aberración de un ser moral que, negándose a reconocerse como tal, pretende amparar su obrar como si fuese un mero ser de naturaleza. Esto es lo que se juega en la lucha de Odiseo con Polifemo: no el combate del hombre con la naturaleza sino el enfrentamiento con un ser que, debiendo estar inserto en el mundo moral, se niega a reconocer tal pertenencia y obra movido solo por sus inclinaciones. Ha de estar claro que el primer combate, con la naturaleza, extrínseco en un cierto sentido, es mucho menos difícil que el segundo, que tiene un cierto carácter intrínseco, y tiene que ver, por ello, no con los logros del ser humano sino con su propia posibilidad como tal.
Ya desde el principio el relato plantea dos planos posibles del obrar de un agente; planos que se determinan según la relación que el agente adopte hacia los demás, es decir, hacia el otro en general, o según la relación que el agente adopte hacia lo trascendente. Así, en el primer caso puede darse que el agente acoja al otro, lo reconozca, lo ayude en el cumplimiento de sus metas, o puede ocurrir lo contrario, que el agente rechace y persiga al otro, no lo reconozca ni le importen sus fines. La primera situación se condensa en la actitud y el deber de la hospitalidad; la segunda, en un carácter violento y salvaje que hace presa del otro –lo contrario exactamente de la hospitalidad; no se trata ni siquiera de la indiferencia, sino de una actitud positiva de agresión, de la cual la indiferencia solo constituye el límite por omisión. En el segundo caso se encuentra así mismo la posibilidad de una polarización, según el agente reconozca lo trascendente como fuente última de
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toda normatividad, fuente de justicia y, por ende, única instancia ante la cual ofrecer sacrificios en cualquier circunstancia de la vida, o según el agente se afirme únicamente desde sí mismo, desde sus deseos e inclinaciones, sin respeto por ley alguna sino obrando, por ello, en forma injusta, inicua e impía. Los términos de estas relaciones horizontales de contraposición –hospitalidad/violencia; piedad/injusticia– se encuentran vinculados verticalmente, en el sentido de que la hospitalidad no puede darse sin piedad, y la violencia es resultado de la injusticia.
condición de posibilidad
actitud hacia lo trascendente
piedad
injusticia
actitud hacia el otro
hospitalidad
Violencia
Es decir, el respeto y el reconocimiento del otro dimana del reconocimiento del carácter de lo normativo como irreducible a cualquier determinación fáctica, esto es, la aceptación de la justicia universalmente vinculante como trascendente en última instancia; al contrario, la impiedad, esto es, el desconocimiento absoluto de la justicia, no puede tener otra consecuencia que el atropello al otro, su tratamiento fuera de todo marco normativo, con solo la inclinación como principio, lo que conduce a la supresión efectiva del otro al solo ser medio de satisfacción de los propios apetitos.
Es claro, entonces, que situado frente a un agente inmoral, esto es, violento y perverso, al hombre no le cabe la opción de recurrir a la fuerza física, no tanto por su constitución menguada y débil, como porque su mundo propio, su mundo moral, no se funda en la fuerza física, en el poder, sino en el respeto del otro y en el reconocimiento de lo trascendente. La hospitalidad expresa que la relación con el otro es una relación de doble vía: 'yo me acojo a ti confiado en que tú me vas a acoger'. Pero si el otro es un agente inmoral, y no me acoge, no me queda otra opción que escamotearle mi reconocimiento, quizá no de una forma definitiva, pero al menos sí mientras me pongo a salvo de sus actos inicuos o logro reconducirlo al mundo moral humano. Un error de juicio en esta situación puede tener consecuencias muy graves, es decir, otorgarle el reconocimiento a un agente inmoral no es el modo de acallar su violencia sino seguramente la vía para suscitar una mayor violencia. En una situación así el recurso a la fuerza no le está vedado al agente moral, mas no por la fuerza en sí misma, sino en la medida y solo en la medida en que dicho recurso se inscriba en un contexto discursivo, lingüístico y racional, que le otorgue a la fuerza una función específica dentro de un propósito humano más amplio –en modo alguno permitiendo que el recurso a la fuerza devenga un fin en sí mismo. Solo así puede el hombre que sale airoso de la lucha contra la inmoralidad violenta y perversa atribuir dicha victoria no a sus propias fuerzas, siempre escasas, sino a la justicia, es decir, a una instancia que lo excede a él mismo y por la que también él mismo
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es regido. Solo cuando la violencia es subyugada, más aun, cuando el agente inmoral se abre al mundo moral, puede el hombre revelar su verdadera identidad, lo que todavía ofrece riesgos, pero soportables.
Solo en la medida, pues, en que el hombre haya escapado del ciclo de la violencia irracional y perversa, puede entrar en la vía de la recuperación de su mundo comunitario, la casa y la ciudad, origen y meta de todos los esfuerzos de humanización moral. Es imposible pensar que el mundo moral sea un fin en sí mismo, pero también es imposible determinarlo como un mero medio hacia el mundo social y político. Ambos ámbitos se encuentran inextricablemente ligados, de tal forma que es solo por haberse podido afirmar como un ser moral frente a todas las violencias que el hombre puede pensar en recuperar su mundo social; pero, a la vez, la recuperación del mundo moral solo ocurre dentro del movimiento más comprehensivo por el que el hombre aspira a reconstituir su mundo social originario, ahora perdido. No puede el hombre ser hombre sin afirmación moral, pero tampoco sin comunidad.
Ahora bien, ¿quién es Polifemo? Me parece muy importante señalar que el relato apunta no solo a las condiciones de constitución del mundo humano sino a su defensa permanente en el acontecer diario de la vida. El relato tiene una dimensión trascendental, pero también normativa. No solo explica cómo se constituye en principio y en general el mundo humano sino que también apunta a una condición permanente que amenaza con la disolución de dicho mundo a manos de la barbarie y de la injusticia. Lo constitutivo, pues, no es algo que se haya ganado de una vez por siempre, como si se dijera: 'así es como se constituye el mundo humano, que ahora es una ganancia permanente'. No. Así es como se constituye, solo que el mundo humano, a diferencia del mundo natural, no termina nunca de estar constituido en forma definitiva. El mundo humano moral se ha de estar constituyendo en cada momento, no desde cero, por cierto, sino desde las reservas espirituales de la tradición humanista, pero entendiendo que esta tradición no es garantía de incorruptibilidad sino almacén permanente para salvaguardar el mundo humano de la corrupción que siempre lo asecha. No es difícil, por cierto, dar con cíclopes –gigantes poderosos, inicuos e impíos– que amenazan en cada momento el mundo humano; son demasiado conocidos para tener que discriminarlos en forma particular. Lo importante es caer en cuenta de que el cíclope no es un ser fabuloso o imaginario; el texto lo describe incluso como un hombre (187: e)/nqa d' a)nh\r e)ni/aue pelw/rioj), aunque monstruoso (190: kai\ ga\r qau=m' e)te/tukto pelw/rion), pues apartado de todos, ocupa su ánimo en cosas inicuas. No es el caso pensar que la soledad del monstruo moral es una soledad de compañía –hay incluso otros cíclopes–; su soledad consiste en el haberse apartado de la comunidad humana, viviendo sin ley, en forma impía. Su carácter monstruoso no radica en que sea semejante a un animal sino en que, siendo un hombre, esto es, uno que debe pertenecer a la comunidad moral, se ha apartado de ella, se ha distanciado hasta tal punto que el carácter que le
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es propio se ha desfigurado, ha devenido monstruoso. Los cíclopes que amenazan en forma permanente a la comunidad humana son mucho más peligrosos que cualquier fiera; son seres que al quererse regir solo por su ánimo, sin reconocer ninguna norma que delimite o determine su comportamiento, buscan su afirmación elemental aprovechando y aniquilando a los miembros del mundo humano. Ante ellos, la comunidad de los hombres se halla ante su mayor amenaza, pues, en el afán de liberarse de la intimidación del cíclope, corre el riesgo de caer en una situación peor aun, esto es, disolverse no desde afuera sino desde adentro, al ceder a la tentación de equipararse al comportamiento bestial del monstruo como modo de liberarse de él. La grandeza moral del hombre, y su fortaleza, encuentran aquí su mayor prueba, pero también la mejor ocasión de afirmarse. Para deshacerse del monstruo que lo amenaza, el hombre solo puede recurrir a sus propias armas: la comunidad, el lenguaje y la razón, y la ley. Debe evitar, sobre todo, enfrentar mera fuerza a la fuerza, so pena, no de morir, lo que puede ser soportable y hasta glorioso, sino de perder su propia humanidad. La tarea de ser hombre es, por lo tanto, una tarea constante de afirmación en la propia humanidad, no algo que se haya conquistado de una vez por todas o que no se pueda perder con un comportamiento bestial. Esto significa que todo hombre alberga dentro de sí la posibilidad de devenir un monstruo moral, por lo que la lucha por lo humano no es solo, y sobre todo, no es tanto una lucha contra otro como una lucha consigo mismo. Mas esta lucha consigo mismo no podrá prescindir de los elementos constitutivos del mundo de lo humano, por lo que sería un error concebirla como un puro esfuerzo de afirmación subjetivo, entendiendo 'subjetivo' en el peor sentido del término, es decir, que pueda prescindir de la comunidad, del discurso y de la norma, para atenerse a la sola inclinación que deriva de su autopresencia intuitiva. Incluso para afirmarse a sí mismo en el combate por el ser moral, el hombre habrá de seguir una vía reflexiva, indirecta, por el medio de los otros, del discurso y de la norma. El hombre instantáneo no puede existir. Esta, me parece, es la enseñanza perdurable de la historia de Odiseo, que tuvo que vencer a todos los monstruos, tomar todos los atajos del mundo, navegar y perderse en mares reales y míticos, como la única vía para recuperar su casa, su familia y su hogar, en una palabra, para recobrar por completo su propia humanidad.

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