miércoles, 17 de noviembre de 2010

El Mito de la Caverna (Platón)

VII
Después de lo cual, proseguí, represéntate, comparándola con la siguiente situación, el estado de nuestra naturaleza con relación a la cultura y la incultura1 Imagina, pues, una especie de vivienda subterránea en forma de caverna, provista de una entrada, abierta ampliamente a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna; y a unos hombres que están en ella desde niños, encadenados por las piernas y el cuello, de modo que tienen que permanecer en el mismo lugar y mirar ' únicamente hacia adelante, incapaces como están de mover en torno la cabeza, a causa de las cadenas que la sujetan. Detrás de ellos, la luz de un fuego que arde a cierta distancia y a cierta altura, y entre el fuego y los cautivos un camino escarpado, a lo largo del cual imagínate que ha sido construido un tabique parecido a las mamparas que se alzan entre los prestidigitadores y el público, y por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas. Ya veo, dijo. Pues ve ahora, a lo largo del tabique, unos hombres que transportan, por encima de esta pared, toda clase de utensilios y figuras de hombres o animales, trabajadas en piedra, en madera, y en toda clase de formas; y es de suponer que, entre los cargadores que desfilan, unos vayan hablando y otros estarán callados. ¡Qué extraño cuadro describes, dijo, y qué extraños cautivos! Pues se parecen a nosotros, repuse. Y en primer lugar; ¿puedes creer que quienes están en semejante situación han tenido de sí mismos, o los unos de los otros, otra visión distinta de las sombras proyectadas por el fuego sobre la pared de la caverna que tienen ellos enfrente? ¿Cómo, dijo, cuando por toda su vida han sido obligados a tener inmóvil la cabeza? ¿Y de los objetos transportados? ¿No habrá sido lo mismo?
Sin duda.
Y si pudieran hablar entre ellos, ¿no creer que, al nombrar lo que ven, 2 pensarían estar nombrando las cosas reales? Necesariamente. ¿Y qué si la prisión tuviera un eco que viniera de la pared de enfrente? ¿No crees que cuando quiera que hable alguno de los que pasan, no pensarán ellos que estará hablando la sombra que desfila? Sí, por Zeus, dijo; yo por lo menos no pensaría otra cosa. Es incuestionable, por tanto, dije, que, en el criterio de estas gentes, la realidad no puede ser ninguna otra cosa sin las sombras de los objetos fabricados. De toda necesidad, dijo. Considera ahora, proseguí, lo que les pasaría si fuesen liberados de sus cadenas y curados de su error, cuando, en consonancia con su naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado, y forzado de repente a ponerse en pie, a volver el cuello, a andar y levantar sus ojos a la luz, y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y no pudiera, por estar encandilado, contemplar aquellas cosas cuyas sombras veía antes, ¿cuál sería, según tú, su lenguaje si le dijera alguien que antes no veía sino bobadas y que es ahora cuando, hallándose más cerca del ser y con la cara vuelta a realidades más auténticas, ve con mayor rectitud, y si, en fin, se le fueran mostrando los objetos que pasan, obligándole a responder a las preguntas que se le hagan sobre lo que cada uno de ellos es? ¿No crees que estaría en aprietos, al punto de parecerle lo que antes vio más verdadero que lo que ahora se le muestra? Y con mucho, dijo. Y si se le forzara a mirar la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se apartaría de allí para volverse a aquellos objetos que es capaz de contemplar, y que los tendría por más perceptibles en verdad que los que se le muestran? Así es, dijo. Y si, proseguí yo, lo sacaran de allí por la fuerza, y lo llevaran por la áspera y
escarpada subida, sin dejarlo hasta no haberlo arrastrado afuera a la luz del sol, ¿no crees que sufriría y se irritaría de verse así arrastrado, y que, cuando llegara a la luz, tendría los ojos tan llenos de su resplandor como para no poder ver ni una sola de las cosas que actualmente llamamos verdaderas? No podría, dijo, de pronto por lo menos. Tendría en efecto, a lo que creo, necesidad de acostumbrarse, si es que ha de llegar a ver las cosas de arriba. Y lo que primero vería con mayor facilidad serían las sombras; en seguida, en la superficie de las aguas, las imágenes de hombres y demás objetos, y después estos mismos. Partiendo de estas experiencias, podría contemplar de noche los cuerpos celestes y el cielo mismo, y fijar su mirada en la luz de las estrellas y la luna, con mayor facilidad que ver de día el sol y la luz solar. ¡Cómo no! Finalmente, a lo que pienso, sería el sol, ya no sus imágenes en las aguas o en algún otro medio ajeno a él, sino el propio sol en su propia región y tal cual es en sí mismo, lo que sería capaz de mirar y contemplar. Necesariamente, dijo. Después de lo cual, podría ya colegir, con respecto al sol, que es él quien dispensa las estaciones y los años, y lo administra todo en la región visible, y es, en cierto modo, el autor de todo aquello que él y sus compañeros veían en la caverna. Es evidente, elijo, que esto vendría a pensar después de aquellas experiencias. ¡Pero qué! Cuando se acordara de su primera morada, de la sabiduría que allí se tiene y de sus antiguos compañeros de cautividad, ¿no crees que se felicitaría, él por su parte, del cambio, y que tendría lástima de ellos? Ciertamente. Pues en cuanto a los honores y alabanzas que en aquel tiempo pudieran darse los unos a los otros, y a las recompensas a aquel que tuviera la vista más penetrante para discernir las sombras que pasaban, que recordara mejor cuáles de entre ellas eran las que debían pasar primero, cuáles después o junto con aquéllas, y que por esto fuese el más hábil para pronosticar lo que iba a suceder, ¿crees tú que nuestro hombre tendría nostalgia de todo ello, o que envidiaría a los que, allá entre ellos, recibían honores y poder? ¿O no más bien experimentaría lo que dice Hornero, es decir, que preferiría resueltamente "trabajar la tierra como asalariado al servicio de un pobre labrador", 3 y sufrir lo que fuera antes que volver a pensar como allá abajo y a vivir de aquella manera? Por mí al menos, respondió, estimo que preferiría sufrirlo todo antes que aceptar vivir de aquel modo. Pues ahora, continué, reflexiona en lo siguiente. Si este hombre volviera a bajar allá, para ocupar de nuevo su mismo asiento, ¿no se le llenarían los ojos de tinieblas, al venir, así de repente, de la región del sol? Seguramente, dijo. Y si le fuera preciso recomenzar a conocer aquellas sombras y entrar de nuevo en competencia con quienes han permanecido constantemente encadenados, mientras el primero tiene aún embotada la vista y con el muy corto tiempo que tendría para reacomodar sus ojos, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido a las alturas, ha vuelto con los ojos estragados, y que ni siquiera vale la pena el intentar la ascensión? Y a quien pretendiera "desatarles y conducirlos a lo alto, ¿no lo matarían si pudieran echarle mano y darle muerte? 4 Absolutamente, dijo. Ahora bien, mi querido Glaucón, proseguí, este cuadro debemos aplicarlo exactamente a lo que antes dijimos. El mundo que nos es patente por la vista habrá que asimilarlo al local de la prisión, y la luz del fuego que hay en ella, a la acción del sol. En cuanto a la subida al mundo superior y a la contemplación de las cosas de lo alto, ponlo como el camino del alma en su ascensión al mundo inteligible, y no errarás con respecto a lo que constituye mi esperanza, ya que has manifestado el deseo de oírme sobre esto. Si es o no verdadero, Dios lo sabrá. En cuanto a mí, he aquí cómo
se me da lo que me aparece como evidente: la idea del bien, que con dificultad percibimos, en el extremo límite del mundo inteligible, pero que, una vez entrevista, aparece al razonamiento como siendo en definitiva la causa universal de todo cuanto es recto y bello; que en el mundo visible, es ella la generatriz de la luz y del señor de la luz, y en el inteligible, a su vez, es ella misma la señora y dispensadora de la verdad y de la inteligencia, y que, en fin, tiene que verla quien quiera conducirse sabiamente, así en la vida privada como en la vida pública. En esto estoy también de acuerdo, dijo, en la medida de mi capacidad. Adelante, pues, repuse, y concuerda igualmente en lo siguiente: que no te parezca extraño que quienes hallan llegado a tal punto, no quieran ya ocuparse en los negocios humanos, sino que sus almas se afanen sin cesar por permanecer en aquellas alturas; lo cual es natural que así ocurra, si es que también esto ha de ajustarse a la alegoría antes declarada. Por cierto que es natural, dijo. Pero entonces, proseguí, ¿crees que haya de extrañarnos el que, al pasar alguien de las visiones divinas a las cosas humanas, haga triste figura y parezca por extremo ridículo cuando, con la vista todavía embotada y sin haberse acostumbrado aún lo suficiente a la presente oscuridad, se ve obligado a litigar, en los tribunales o en otra parte, sobre las sombras de lo justo o sobre las figurillas cuyo reflejo son las som-bras, y contender sobre la concepción que de ello puedan hacerse los que jamás han visto la justicia misma? 5 No hay en absoluto de qué extrañarnos, dijo. Por el contrario, continué, toda persona medianamente razonable debe recordar que los ojos están sujetos a una doble perturbación y por una doble causa; o por el tránsito de la luz a la oscuridad, o de la oscuridad a la luz. Y cuando se reflexione en que todo ello tiene lugar de manera idéntica en lo que concierne al alma, no se pondrá uno a reír estúpidamente al ver a un alma que, por hallarse ofuscada, no es capaz de discernir ciertos objetos, sino que habrá que examinar sí, por venir de una vida más luminosa, se encuentra entenebrecida por falta de costumbre, o si, por pasar de un exceso de ignorancia a un exceso de luz, está inundada de un resplandor de brillantez excesiva. En el primer caso, habrá que felicitar al alma por su estado y por su vida, y en el otro tenerle compasión, y si aún quisiera reírse de ella, su risa será menos ridícula que si recayera sobre el alma que llega desde arriba y de la luz. Lo que dices, respondió, está muy en su punto. Pues si todo esto es verdad, proseguí, habremos de deducir de ello la siguiente conclusión: que la cultura 6 no es lo que ciertas gentes, que hacen profesión de enseñarla, pretenden que es. Dicen ellos, en efecto, que pueden poner el saber en el alma donde no se halla, como si en unos ojos ciegos pusieran la visión. Así lo pretenden, dijo. Lo que, por el contrario, da a entender ahora nuestro razonamiento, es que en el alma de cada uno reside la facultad de aprender, así como el órgano a ello destinado, y que, del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse de lo tenebroso a lo luminoso sino moviendo todo el cuerpo, así también aquel órgano debe volverse, y con él el alma toda, apartándose de lo que deviene, hasta llegar a ser capaz de sostener la contemplación del ser y de lo que en el ser hay de más luminoso, lo cual es, según lo declaramos, el bien. ¿No es eso? Sí. Por tanto, continué, debe haber un arte de esta conversión, es decir, sobre el procedimiento más fácil y eficaz de hacer girar dicho órgano; no de infundirle la vista que ya tiene, sino de procurar la conversión de lo que no está vuelto en la dirección debida ni mira adonde es menester. Tal parece, dijo.
Con respecto a las demás virtudes que llamamos virtudes del alma, puede admitirse que son bastante análogas a las del cuerpo, ya que si es verdad que primero carecemos de ellas, pueden producirse después por el hábito y el ejercicio. La virtud del conocimiento, por el contrario, parece, depender de algo más divino que todo el resto, y en cuyo ser está el que jamás pierda su poder, y que, según la conversión que se le dé, tornase útil y provechoso, o por el contrario, inútil y nocivo. ¿O no has observado, en el caso de esas gentes de quienes se dice que son bribones pero inteligentes, con qué penetración percibe un alma ruin, y con qué agudeza discierne aquello hacia lo cual se orienta? Y es que no tienen mala vista, sino que están obligados a ponerla al servicio de su maldad, de manera que cuanto más aguda sea su mirada, tanto mayores serán los males que cometan. En efecto, dijo, así es. Pero si desde la infancia, proseguí, se hubieran extirpado de tal naturaleza esas excrecencias que son corrió masas de plomo y señal de su parentesco con lo que se genera, y que, adheridas en ella por la gula, los placeres y otras avideces semejantes, arrastran hacia lo bajo la visión del alma; si, liberada de estos pesos, se la volviera hacia lo verdadero, la misma alma en los mismos hombres lo vería también con la mayor agudeza, no de otro modo de como ve las cosas a que ahora está vuelta. Es natural, dijo. ¿Y no lo será también, continué, y como consecuencia forzosa de tales premisas, que ni las gentes incultas y sin experiencia de la verdad serán jamás aptas para administrar la ciudad, ni tampoco aquellos a quien se permite consagrar su vida entera a la cultura: los unos porque no tienen en su vida ningún blanco de sus actos, al cual apunten en todo cuanto hagan en su vida privada y pública, y los otros porque no actuarán espontáneamente, imaginándose que, desde esta vida, tienen ya su residencia en las islas de los bienaventurados? Es verdad, dijo. A nosotros, por tanto, proseguí, a los fundadores de la república, incumbe la labor de compeler a las mejores- naturalezas a dirigirse hacia el conocimiento que declaramos antes ser el mayor de todos: a ver el bien y subir por aquella subida; y una vez que, después de esta ascensión, hayan visto el bien como se debe, no permitirles lo que ahora se les permite. ¿O sea qué? Que se queden allí, contesté, y que no consientan en descender de nuevo al lado de aquellos cautivos, ni tomar parte ellos en sus trabajos y en sus honores, más despreciables o más estimables, como quiera que sean. Pero en tal caso, dijo, ¿no seremos injustos con ellos, haciéndolos que vivan peor, cuando podrían vivir mejor? Vuelves a olvidar, querido amigo contesté, que a la ley no le interesa que haya en la ciudad una clase en situación privilegiada, sino que trata de procurar el bienestar a la ciudad entera, estableciendo la armonía entre los ciudadanos, ya por la persuasión, ya por la fuerza, y haciendo que se presten los unos a los otros los servicios que cada clase es capaz de aportar a la comunidad. Al formar así la ley tales hombres en la ciudad, no es para permitir que cada cual se dedique a lo que le plazca, sino para servirse ella misma de ellos, con el fin de asegurar la cohesión del Estado. Es verdad, dijo; se me había olvidado. Ten así presente, Glaucón, le dije, que no haremos injusticia a los filósofos que puedan aparecer entre nosotros, sino que con el lenguaje de la justicia podremos obligarles a cuidar de los demás ciudadanos, en calidad de guardianes. Les diremos, en efecto: "Natural es que en las demás ciudades no participen los filósofos en los afanes de la política, ya que se han formado por sí mismos y a despecho del régimen político imperante en cada caso particular, y cuando alguien se forma por sí solo y no debe a nadie su crianza, es justo que no tenga mayor voluntad de pagar, a nadie tampoco, el importe de su sustento. Pero a vosotros os hemos engendrado nosotros, tanto en vuestro interés como en el del
resto de la ciudad, para ser en ella lo que son en las colmenas los jefes y los reyes, y os hemos dado una educación mejor y más completa que la de aquellos filósofos, haciéndoos más capaces que ellos de participar así en la política como en la filosofía. Debéis, por tanto, cada uno a su turno, ir descendiendo a la morada común a los demás, y acostumbraros con ellos a ver las cosas tenebrosas. Una vez acostumbrados, veréis mil veces mejor que los que allí están, y reconoceréis lo que es cada imagen y lo que representa, por haber visto antes la verdad en el orden de lo bello, de lo justo y de lo bueno. De esta suerte, el gobierno de nuestra ciudad, que es también la vuestra, será una realidad de la vigilia y no del sueño, como lo son la mayoría de las ciudades actuales, cuyos habitantes se encarnizan unos con otros por sombras inanes, y forman facciones para la conquista del poder, como si se tratara de un gran bien. Mas la verdad es, por ventura, de este modo: que la ciudad donde toque el gobierno a quienes menos ansiosos están de mandar, será necesariamente la mejor gobernada y la más exenta de disensiones, y lo contrario aquella cuyos gobernantes son lo contrario. Absolutamente, dijo. ¿Nuestros alumnos, por tanto, crees tú que rehusarán obedecernos cuando oigan esto, y que se negarán a compartir, cada uno por turno, las labores políticas, y pasando, además, la mayor parte de su tiempo, los unos con los otros, en el mundo de lo puro? Imposible, dijo, porque son justos y justas igualmente nuestras exigencias, aunque es del todo indudable que cada uno de ellos irá al gobierno como quien cede a una necesidad, al revés de los que ahora gobiernan en las distintas ciudades. Así es, compañero, repliqué. Si llegaras a encontrar, para quienes están destinados al gobierno, una vida mejor que la del poder7 te será posible llegar a tener una ciudad bien gobernada, ya que únicamente en ella mandarán los ricos que lo son de verdad, no en oro, sino en la riqueza sin la cual no puede uno ser feliz, o sea una vida con virtud y sabiduría. Pero donde son los mendigos y famélicos de bienes personales los que llegan a la administración pública, en la creencia que es de ahí de -donde deben cobrar su botín, no podrá haber buen gobierno; porque cuando el poder se convierte en objeto de luchas, la misma guerra doméstica e intestina acabará por perderlos tanto a ellos como al resto de la ciudad. Nada más cierto, dijo. ¿Pero conoces tú, pregunté, otra vida que desprecie los cargos políticos, fuera de la del auténtico filósofo? No, por Zeus, dijo. No como amantes del poder, por tanto, deben ir a él los filósofos, pues de otro modo habría batalla entre amantes rivales. ¿Cómo no iba a haberla? ¿A qué otros hombres, en conclusión, obligarás a encargarse de la guarda de la ciudad, sino a aquellos que, teniendo la perfecta inteligencia de los medios por los cuales se gobierna mejor la ciudad, tienen dignidades diferentes y un género de vida mejor que la del político? A ningún otro, dijo. ¿No quieres que a continuación consideremos de qué manera podrán darse tales hombres, y cómo se les hará subir a la luz, del modo que, según la leyenda, subieron algunos del Hades a los dioses? 8 ¿Cómo no he de querer?, dijo. A lo que parece, empero, no es tan simple como lo de voltear la concha9 sino que es la conversión del alma, del día tenebroso al día verdadero, o sea la subida hacia el ser, y es esto a lo que llamamos la auténtica filosofía. Muy bien. Habrá, pues, que investigar, entre las ciencias, la que tenga esta virtud. Sin duda. ¿Cuál podrá ser así, Glaucón, la ciencia que atraiga el alma de lo que deviene a lo que es? Sólo que, mientras estoy ha-'blando, pienso en otra cosa. ¿No dijimos que era
preciso que nuestros filósofos fuesen, cuando jóvenes, atletas de guerra? Cierto que lo dijimos. Menester será, por tanto, que ajustemos a aquello la ciencia que buscamos. ¿A qué? A que no sea inútil a los hombres de guerra. Sin duda que así debe ser, dijo, siempre que sea posible. En la gimnástica y la música dijimos antes que los educábamos. Así fue, dijo. Pero la gimnástica parece aplicarse a lo que nace y perece, ya que vigila lo concerniente al crecimiento y decadencia del cuerpo. Tal parece. No será ella, por consiguiente, la ciencia que buscamos. No, en efecto. ¿Lo será, entonces, la música, tal como antes la describimos? Sólo que, dijo, no era aquélla, si lo recuerdas, sino el contrapeso de la gimnástica. Educaba a los guardianes por una disciplina de los hábitos; les comunicaba, por la armonía, no un saber, sirio cierta proporción armónica; por el ritmo, la euritmia, y por los discursos, ya fueran del género fabuloso o de otro más verídico, exhibía otros hábitos hermanos de los anteriores, aunque distintos. En ella, empero, no había ni rastro de enseñanza que pudiera conducir al fin que ahora tienes en mente. Me lo recuerdas, dije, con toda exactitud. Realmente, nada de eso nos ofrecía la música. Pero entonces, divino Glaucón, ¿cuál podrá ser esa enseñanza? ¿Lo serán las artes mecánicas? Pero todas ellas, me parece, nos parecieron serviles. No hay duda de esto; pero entonces, ¿qué otra materia de estudio queda ya, aparte de la música, la gimnástica y aquellas artes? ¡Vamos!, repuse: si no encontramos nada que no esté incluido en ello, tomemos entonces una ciencia de alcance universal. ¿Como cuál? Aquella, por ejemplo, que es común, y de la que se sirven todas las artes y razonamientos y ciencias, y que todo el mundo debe aprender en primer lugar. ¿Qué es ello?, preguntó. Eso tan manido, contesté, como lo de distinguir el uno del dos y del tres; o para decirlo en breve, número y cálculo. Con respecto a una y otra cosa, ¿no es verdad que todo arte y toda ciencia están en la necesidad de recurrir a ellas? ¡Ya lo creo!, dijo. ¿Con inclusión, pregunté, del arte de la guerra? (Con absoluta necesidad, contestó. ¿No es un general por extremo ridículo, continué, el Agamenón que Palamedes 10 nos presenta invariablemente en las tragedias? ¿No te has fijado en eso de que Palamedes pretende, en su condición de inventor del número, haber dispuesto por sus órdenes al ejército que acampaba ante Troya, haber contado las naves y todo lo demás, como si antes de él nada hubiera podido enumerarse, y como si Agamenón, al parecer, no pudiera siquiera saber cuántos pies tenía, por ignorar la aritmética? ¿Qué idea te haces tú entonces de semejante general? Extraño ciertamente, dijo, si eso fuera verdad. Por consiguiente, continué, entre los conocimientos indispensables al hombre de guerra, ¿no pondremos asimismo el poder calcular y contar? De todos, dijo, el más indispensable, por poco que quiera entender sobre cómo ordenar un ejército, o más aún, para quien quiera ser un hombre. ¿Pero tienes tú de esta ciencia, pregunté, la misma idea que yo? ¿Cuál? Que bien pudiera ser una de las ciencias que buscamos, de las que llevan al conocimiento puro; pero que nadie se sirve de ella como es debido, no obstante ser
absolutamente capaz de arrastrarnos hacia la esencia. ¿Qué quieres decir?, preguntó. Voy a tratar, contesté, de mostrarte lo que a mí por lo menos me parece. A medida que vaya yo distinguiendo para mí las cosas que son conducentes al fin de que hablamos, y las que no lo son, tú como coespectador, asentirás o disentirás, a fin de que veamos con mayor claridad si la cosa es tal como yo la imagino. Ve exponiendo, dijo. Expongo, dije, a condición de que consideres que, entre los objetos de la sensación, hay unos que no invitan a la inteligencia a reflexionar, por ser la percepción suficiente para emitir un juicio, en tanto que otros la solicitan insistentemente a un examen más detenido, por no ser nada válido el dato de la sensación. Manifiestamente, dijo, quieres referirte a los objetos que se ven de lejos y a las pinturas con sombras. No has captado bien, repliqué, lo que digo. ¿Pues a qué te refieres?, preguntó. Los objetos que no invitan a la reflexión, repliqué, son los que no nos hacen llegar a la vez a dos impresiones contrarias. A los que las producen, en cambio, los pongo entre los que la invitan, y es el caso cuando -la percepción no manifiesta que sea más bien esto antes que lo contrario, y ya sea que la impresión nos hiera de cerca o de lejos. Con un ejemplo entenderás más claramente a lo que me refiero. He aquí, digamos, tres dedos: el pulgar, el índice y el mayor. Bien, dijo. Fíjate en que hablo de ellos como vistos de cerca, y acompáñame ahora en la siguiente observación con respecto a ellos. ¿Cuál? Que cada uno aparece igualmente como un dedo, y que a este respecto nada importa que se le vea en medio o en un extremo, blanco o negro, grueso o delgado, y todo lo demás del mismo orden. En todas estas precisiones, en efecto, no se ve obligada el alma, en la mayoría de las gentes, a preguntar a la inteligencia qué cosa sea un dedo, ya que en ningún caso le, ha señalado la vista que el dedo fuese al mismo tiempo lo contrario de un dedo. No, por cierto, dijo. Y por ello es natural, agregué, que una percepción semejante no invite ni despierte al entendimiento. Natural. ¿Pero qué será, en cambio, por lo que toca a la grandeza o pequeñez de los dedos? ¿Puede la vista discernirlas suficientemente, y le es indiferente, para hacerlo, que uno de los dedos esté en el medio o en el extremo? ¿Y no le ocurre lo mismo al tacto con el grosor y la delgadez, con la blandura y la dureza? Y los demás sentidos, ¿no son igualmente defectuosos en cuanto a manifestarnos estas cualidades? ¿No procede cada uno de ellos del modo siguiente? En primer lugar, el sentido destinado a percibir lo que es duro, lo está también con respecto a lo blando, por lo que comunica al alma que el cuerpo que le afecta es al mismo tiempo duro y blando. Exacto, dijo. ¿No es inevitable entonces que, en semejante caso, se encuentre el alma perpleja, sin saber qué es lo que este sentido quiere indicarle al señalarle el mismo objeto como duro y blando? Y en el caso de lo ligero y lo pesado, ¿qué podrá ser la ligereza y qué la pesantez, cuando el sentido señala lo pesado como ligero, y lo ligero como pesado? En efecto, dijo, he ahí unas comunicaciones extrañas para el alma y que reclaman examen. Es, pues natural, dije, que en esta perplejidad comience el alma por llamar en su auxilio a la inteligencia y a la reflexión, y trate de determinar si cada una de estas notificaciones recae sobre una cosa o sobre dos.
Sin duda. Si se manifiestan como dos, ¿no aparecerá cada una de ellas como una y distinta de la otra? Sí. Pero si cada una es una, y ambas dos, tendrá que concebirlas como separadas, ya que de otro modo no las concebiría como dos, sino como una. Correcto. Ahora bien, la vista, según dijimos, veía también lo grande y lo pequeño, sólo que no como separados, sino como confundidos. ¿No era eso? Sí. Y para aclarar la confusión, el entendimiento se ve forzado a ver lo grande y lo pequeño, no confundido, sino separado, al contrario de aquélla. Es verdad. En una experiencia semejante tiene, pues, su origen la pregunta que nos hacemos sobre qué podrá ser lo grande y qué lo pequeño. Perfectamente. Y es así como hemos llamado a lo uno inteligible y a lo otro sensible. Muy exacto, dijo. Pues esto es lo que trataba yo de declarar hace poco, al decir que ciertos objetos solicitan la inteligencia y otros no. A los que afectan el sentido con impresiones simultáneamente contrarias, los he definido como aptos para dicha solicitación, y a los que no, como no despertadores de la inteligencia. Ya te entiendo, dijo, y opino como tú. Y ahora, ¿en qué clase te parece que están el número y la unidad? No tengo idea, dijo. Juzga, dije, por lo que acabamos de decir. Si la unidad, en efecto, se deja percibir, plenamente y en sí misma, por la vista, o si puede captarse por otro cualquiera de los sentidos, no será de las cosas que nos empujen el alma hacia la esencia, .como dijimos del dedo. Si, por el contrario, se deja ver en ella, siempre y simultáneamente, alguna contradicción, de manera que no parezca más unidad que multiplicidad, entonces hará falta quien decida, y en tal caso el alma, viéndose perpleja, estará obligada a investigar, excitando en su interior la inteligencia, y a preguntarse qué podrá ser la unidad en sí, por donde el estudio de la unidad será de los que puedan conducirla y orientarla a la contemplación del ser. Por cierto, dijo, que esta propiedad la tiene, y no en pequeño grado, la vista de la unidad, pues vemos la misma cosa, al mismo tiempo, como una y como múltiple hasta el infinito. Y si así es con la unidad, ¿no le pasará lo mismo a todo número en general? ¡Pues cómo no! Pero el objeto exclusivo tanto del cálculo como de la aritmética es el número. Sin discusión. Una y otra ciencia, por tanto, son evidentemente aptas para llevarnos a la verdad. Prodigiosamente aptas, por cierto. Entran así, a lo que parece, en las ciencias que buscamos. Su estudio, en efecto, le es necesario al hombre de guerra para ordenar sus tropas, y al filósofo, a su vez, por la necesidad que tiene de alzarse por sobre las fluctuaciones de la generación hasta entrar en contacto con la esencia, sin lo cual no será jamás buen razonador. Así es, dijo. Ahora bien, es el caso que nuestro guardián es a la vez guerrero y filósofo. No hay duda. Convendría por tanto, Glaucón, inscribir esta ciencia en la legislación, y persuadir a quienes van a tener en la ciudad los mayores puestos, a emprender el estudio del cálculo y aplicarse a él no como lo hace el vulgo, sino hasta llegar, por la pura inteligencia, a contemplar la naturaleza de los números; no para practicar esta ciencia
como los traficantes y mercaderes, para vender o comprar, sino con el propósito de servirse de ella tanto en la guerra como para facilitar al alma misma su conversión de la generación a la verdad y la esencia. Admirablemente dicho, contestó. Y en verdad, proseguí, que yo mismo observo ahora, al referirnos a esta ciencia del cálculo, cuan bella es y cuan útil, por tantos aspectos, a nuestro propósito, siempre que uno la practique por causa del conocimiento y no del marchanteo. ¿Cómo puede ser útil?, preguntó. Por lo mismo que acabamos de decir: porque da al alma un impulso poderoso hacia lo alto, y la obliga a discurrir sobre los números en sí, sin permitir en absoluto que nadie introduzca en sus razonamientos números que tengan cuerpos visibles o palpables. Ya sabes, como yo, cómo los expertos en estas materias se ríen del que trata de dividir mentalmente la unidad, y no. lo admiten. Si tú la fraccionas, ellos la multiplican, porque tienen buen cuidado de que no vaya a aparecer la unidad como una, sino como multiplicidad de partes. Gran verdad, dijo, es la que enuncias. Y ahora dime qué piensas, Glaucón, si alguien les preguntara: ¿Qué números, ¡hombres maravillosos!, son ésos sobre que discurrís, en los cuales reside esa unidad que vosotros pretendéis que existe, con esta total igualdad de cada una a cada una, sin ninguna diferencia y con total ausencia de partes en sí misma?" ¿Qué crees que responderían? Que (es por lo menos mi opinión) están hablando de algo a que no tiene acceso sino el pensamiento, y que no consiente en absoluto otro tratamiento. Ya ves, amigo mío, le dije, cómo puede sernos esta ciencia realmente indispensable, ya que obliga al alma a servirse de la inteligencia para alcanzar la verdad en sí. Es ésta, por cierto, dijo, su acción más efectiva. Y no has observado, además que quienes por su naturaleza son aptos para calcular, desarrollan, naturalmente también, una prontitud en el aprendizaje de todas las ciencias, y que inclusive los espíritus lentos, cuando han sido educados y entrenados en esta disciplina, alcanzan todos, a falta de otra utilidad, por lo menos una penetración mayor de la que antes tenían?1 Así es, dijo. Y verdaderamente, a lo que creo, no encontrarás fácilmente muchas ciencias cuyo aprendizaje y práctica imponga mayor trabajo. No, por cierto. Pues por todas estas razones, no podemos dispensarnos de esta ciencia; antes bien hay que edificar en ella a los mejores por su naturaleza. Lo mismo digo yo, expresó. Pongamos, pues, dije, esta primera ciencia; y consideremos ahora si tiene para nosotros algún interés la segunda que le sigue. ¿Cuál?, preguntó. ¿Querrás decir la geometría? Esta misma, repuse. Por cuanto a todo lo que en ella, dijo, se extiende a las operaciones de la guerra, es evidente que nos interesa. Porque en lo que atañe a sentar sus reales el ejército, al asedio de las plazas, a la concentración y despliegue de la tropa, y a todas las demás maniobras que son de uso, ya en las batallas mismas, ya en las marchas, debe haber una diferencia, del uno al otro, entre el general que es geómetra y el que no lo es. 12 A decir verdad, añadí, para tales cosas bastarían unas nociones elementales de geometría y cálculo; y lo que hay que ver ahora es si lo más fuerte y avanzado de estos estudios contribuye en algo a nuestro propósito, que es el de hacer ver más fácilmente la idea del bien. A ello tiende, como hemos dicho, todo estudio que obligue al alma a volverse hacia aquella región donde reside aquello que, en el orden del ser, 13 posee la más alta beatitud, y que a todo trance debe aquélla percibir. Tienes razón, dijo. De modo que si la geometría obliga a contemplar la esencia, nos interesa; y si la generación, no nos interesa.
Es nuestra tesis. Ahora bien, proseguí, hay algo que no nos discutirá ninguno que está algo versado, por poco que sea, en geometría, y es que esta ciencia es de una índole del todo contraria a lo que de ella afirman cuantos la practican. ¿Cómo es esto?, preguntó. Su lenguaje es en extremo ridículo y servil. Se expresan, en efecto, como gentes prácticas y como si sus razonamientos los hicieran siempre en vista de la práctica; y así hablan de "cuadrar", "prolongar" y "adicionar", con otros términos tan presuntuosos como éstos, cuando, por el contrario, esta disciplina se cultiva por entero, según creo, con miras al conocimiento. Absolutamente por cierto, dijo. ¿Y no habrá también que convenir en lo siguiente? ¿En qué? En que este conocimiento lo es de lo que siempre es, y no de lo que tan pronto nace como perece. De buen grado convengo en ello, dijo, porque la geometría es conocimiento de lo que siempre es. Y por esto, mi noble amigo, es apta para atraer al alma a la verdad y para acabar de imprimir en el espíritu filosófico la dirección hacia las cosas de lo alto, en lugar de hacerlo indebidamente, hacia las de abajo. Apta en grado sumo dijo. En grado sumo también, por consiguiente, repuse, habrá que ordenar a los ciudadanos de nuestra Calipolis14 que por ningún motivo deserten de la geometría, la cual, por cierto, tiene también ventajas accesorias nada desdeñables. ¿Cuáles?, preguntó. Desde luego, contesté, las que tú mismo enunciaste en lo relativo a la guerra, y la de que, además, nos hace más receptivos para todas las otras ciencias, pues ya sabemos la dife-rencia total y absoluta que media entre el que ha entrado en contacto con la geometría y el que no. Absoluta, sí, por Zeus, dijo. He ahí, pues, la segunda ciencia que impondremos a la juventud. La impondremos, dijo, Y en cuanto a la tercera, ¿no pondremos la astronomía? ¿No es tu opinión? Sí, dijo, la mía por lo menos; ya que un conocimiento particularmente perspicaz de las estaciones, meses y años, es útil no sólo en la agricultura y la navegación, sino también, y en grado no menor, en la estrategia. Me haces gracia, dije, con esto de que pareces tener miedo de aparecer ante el vulgo como prescribiendo estudios inútiles. Pero lo que hay aquí, como utilidad nada despreciable, aunque difícil de concebir, es que, por virtud de estos estudios, se purifica del todo en cada uno y recobra su luz, cuando quiera que está estragado y enceguecido por otros hábitos, el órgano del alma cuya conservación es mil veces más preciosa que la de los ojos del cuerpo, por ser el único con que podemos ver la verdad. Quienes compartan este sentimiento, no te escatimarán su aprobación; mientras que quienes no hayan tenido de esto ninguna experiencia, pensarán naturalmente que no dices nada que valga, porque fuera de la utilidad práctica no ven que de estos estudios resulte otra ninguna digna de mención. Mira, pues, desde ahora mismo con quiénes estás hablando; a no ser que no lo hagas ni con los unos ni con los otros, sino que más bien razones principalmente por causa de ti mismo, aunque sin llevar a mal que algún otro, si puede hacerlo, retire de ello algún provecho. Esto, dijo, es lo que prefiero: hablar, preguntar y responder para mí mismo sobre todo. Pues si así es, le dije, vuelta atrás, ya que no acertamos al tomar la ciencia que sigue a la geometría. ¿En qué erramos al tomarla?, preguntó. En que después de las superficies, contesté, tomamos los sólidos que verifican ya una
revolución, antes de haber tomado el sólido mismo y en su esencia de sólido. Lo correcto, en cambio, es que inmediatamente después de la segunda dimensión se tome la tercera, es decir, la que está en los cubos y en los objetos que tienen también profundidad. Así es, dijo; pero con todo, Sócrates, me parece que se trata de cuestiones aún no bien esclarecidas. Por dos causas, repuse. La primera, que por no haber ninguna ciudad que estime debidamente estas investigaciones, se prosigue en ellas débilmente, por ser de suyos difíciles. La segunda, que los investigadores tienen necesidad de un director, 15 sin cuyo concurso nada podrán descubrir. Ahora bien, no sólo es difícil que pueda surgir este guía, sino que, además, aun suponiendo que apareciera, no le harían mayor caso los que, en las circunstancias actuales, emprenden, con sobra de presunción, estas pesquisas. Pero si la ciudad, toda ella, cooperara con el director y honrara como se debe sus trabajos, aquéllos se dejarían convencer, y las cuestiones mismas, mediante una investigación sostenida y vigorosa, serían elucidadas como corresponde, puesto que aun ahora, vilipendiadas como están por el vulgo y poco desarrolladas, por obra incluso de investigadores que no pueden dar razón de su utilidad, con todo ello medran por el encanto que tienen, con fuerza superior a todos los obstáculos, y nada sorprendente será que lleguen a acreditarse. No hay duda, dijo, que tienen su encanto, y por cierto excepcional. Con todo, explícame con mayor claridad lo que hace poco decías. Ponías ante todo, me parece, el estudio de las superficies, o sea la geometría. Sí, respondí. Y después de ella, dijo, pusiste en un principio la astronomía; pero luego volviste atrás. Es que, repuse, en mi afán de pasar a todo rápidamente revista, más bien se me entorpece la marcha. Luego después de la geometría, en efecto, viene la ciencia que estudia la dimensión de profundidad; pero como no ha suscitado aún sino investigaciones ridículas1 la salté para hablar, como si viniera después de la geometría, de la astronomía, o sea de los sólidos en movimiento. Tienes razón, dijo. Tengamos pues, dije, como cuarta ciencia la astronomía, en la hipótesis de que la ciencia que ahora hemos omitido tendrá cabida en la ciudad, tan pronto como ésta quiera ocuparse de ella. Tal vez, dijo. Pero ya que hace poco me echaste en cara, Sócrates, mi elogio un tanto servil de la astronomía, voy ahora a alabarla en el sentido que tú señalas. Es evidente, a mi parecer, para todo el mundo, que ella obliga al alma a mirar hacia arriba, y que la lleva de las cosas de aquí a las de allá. Para todo el mundo, contesté, podrá quizá ser evidente, menos para mí; porque en cuanto a mí, no me parece que así sea. ¿Pues cómo te parece?, preguntó. Como que, tal como la tratan hoy los que pretenden erigirla en filosofía, su efecto es hacernos mirar del todo hacia abajo. ¿Qué quieres decir?, preguntó. Que no te falta generosidad, a lo que me parece, en la idea que te haces de la ciencia relativa a las cosas de lo alto. Paréceme que crees que si alguien levantase la cabeza para contemplar la decoración de un techo, y recibiera de ello alguna noticia, este hombre habría visto con la mente y no con los ojos. Puede que pienses rectamente, y estúpidamente yo; pero en lo que hace a mí, no puedo concebir otra ciencia que haga al alma mirar a lo alto, fuera de la que tiene por objeto el ser y lo invisible. Que si alguien trata de aprender algo perteneciente a las cosas sensibles, ya lo haga viendo arriba con la boca abierta, o abajo con ella cerrada, niego que pueda jamás aprender nada de este modo, porque no hay ciencia de ninguna de semejantes cosas; y su alma, en tal caso, mirará no hacia arriba, sino hacia abajo, y lo mismo si hace su aprendizaje nadando en posición supina, por la tierra ** o por el mar. Tengo mi merecido, dijo, y has tenido razón de reprenderme. Pero ¿cómo decías que debe estudiarse la 'astronomía, de modo distinto a como hoy se estudia, si su aprendizaje ha de
ser útil a nuestro propósito? Del modo siguiente, contesté. De las constelaciones que ornamentan el cielo visible, en el cual están aquéllas como bordadas, hay que pensar que son, por cierto, lo más bello y acabado en este orden, pero que son bien deficientes en relación con las constelaciones verdaderas y con sus movimientos, dirigidos entre sí por la velocidad esencial y la lentitud esencial, según el verdadero número y en todas las figuras verdaderas, con todo lo que en ellas se contiene y que también se mueve: todo lo cual se aprehende por la inteligencia y la reflexión, pero no por la vista. 18 ¿O estimas tú otra cosa? De ningún modo, dijo. En consecuencia, proseguí, los variados ornamentos del cielo han de servirnos como de ejemplos y en vista de la ciencia que apunta a aquello otro, como sería el caso si alguien encontrara unos dibujos de Dédalo, o de algún otro artista o .pintor, superiormente trazados y con el acabado más perfecto. Me figuro yo que, al ver tales figuras cualquier experto en geometría, reconocería que se trata de obras maestras por su ejecución; pero que sería ridículo el ponerse á estudiarlas en serio, con' la idea de sorprender en ellas la verdad acerca de lo igual, de lo doble o de cualquier otra proporción. ¿Cómo no iba a ser ridículo?, dijo. Pues el astrónomo que lo sea de verdad, pregunté, ¿no crees que recibirá la misma impresión cuando dirija su mirada hacia los movimientos siderales? Pensará, sin duda, que el artífice del cielo y de los astros que contiene, ha dispuesto tales obras con el más bello concierto posible; pero en cuanto a las relaciones de la noche al día, de los días con el mes, del mes con el año, y de los demás astros con el sol y la luna y entre sí, ¿no crees que tendrá por un tipo extravagante a quien piense que todo ello tiene lugar siempre del mismo modo y que no sufren ninguna variación de ninguna especie, 19 tratándose como se trata de cosas corporales y visibles, y que busque por todos los medios captar la verdad de tales fenómenos? Tal es mi opinión, dijo por lo menos mientras te escucho. Así pues, continué, es para ayudarnos con estos problemas como estudiaremos la astronomía, al igual que la geometría, y dejaremos de lado las cosas del cielo, si es que queremos, mediante un genuino trato con la astronomía, tornar de inútil en útil la parte naturalmente inteligente de nuestra alma. Con lo que prescribes, dijo, multiplicas la tarea que actualmente incumbe a los astrónomos. Pues inclusive creo, dije, que en las otras ciencias prescribiremos el mismo método, si es que ha de ser en algo útil nuestra legislación. Y ahora, ¿podrías sugerirme alguna otra materia cuyo estudio nos convenga? Así de repente, contestó, no podría. Y sin embargo, repuse, el movimiento no ofrece, a mi parecer, una- sola forma, sino muchas. Un sabio podría tal vez enumerarlas todas, y en todo caso hay dos que saltan a la vista, hasta para nosotros. ¿Cuáles son? A más de la precedente, contesté, la que responde a ella. ¿Cuál? Parece, dije, que así como los ojos han sido constituidos para la astronomía, los oídos, a su vez, lo han sido para el movimiento armónico, y que estas ciencias son entre si como hermanas, según dicen los pitagóricos, y nosotros también, Glaucón, convenimos en ello. ¿O hemos de opinar de otro modo? No, dijo, sino de aquél. Como la materia es muy trabajosa, dije, nos informaremos con ellos de estas cosas y de otras aún, eventualmente; pero en todo caso guardaremos nuestro principio. ¿Cuál? Que nuestros alumnos no vayan a emprender jamás ninguno de estos estudios en forma incompleta y que no llegue en cada caso a donde todo debe llegar, como decíamos hace poco a propósito de la astronomía. ¿Ignoras acaso que la armonía no recibe, por
su parte, un tratamiento distinto? Al limitarse, en efecto, a medir y comparar si los acordes y sonidos sensibles al oído, se lleva a cabo, como lo hacen los astrónomos, un trabajo que a nada conduce. Sí, por los dioses, dijo, y además ridículo, pues hablan de no sé qué concentraciones diatónicas, 20 y tienden los oídos como si estuvieran al acecho de lo que dicen los vecinos; y mientras los unos pretenden que entre dos sonidos perciben aún otro, que es el más pequeño intervalo posible y con arreglo al cual hay que medir, los otros, por el contrario, sostienen que es igual a los tonos precedentes, y tanto unos como otros dan a los oídos la preeminencia sobre el espíritu. Te refieres, dijo, a esos famosos músicos que no dan descanso a las cuerdas y que las atormentan, retorciéndolas con las clavijas. Podría llevar más adelante esta descripción y hablar de los golpes que dan a las cuerdas con el plectro, y de los reproches que les hacen por negarse a sonar o por hacerlo, al contrario, insolentemente; pero pondré fin a la comparación, para decir que no es de éstos de quien quiero hablar, sino de -aquellos a los que hace poco dijimos que íbamos a consultar sobre armonía. Éstos, por lo menos, hacen lo mismo que los astrónomos: indagan los números de que resultan los acordes que llegan al oído, pero no se remontan a los problemas ni examinan qué números son concordes y cuáles no, y por qué en cada caso. Sobrehumana, dijo, es la tarea que propones, En todo caso útil, repliqué, en la indagación de lo bello y lo bueno, e inútil cuando este estudio se persigue con otro fin. Bien puede ser así, dijo. Lo que yo pienso, continué, es que si en el curso entero de los estudios que hemos enumerado, se llega a percibir entre ellos comunión y parentesco, y a demostrar la naturaleza de su afinidad recíproca, podrá esta tarea contribuir en algo al resultado que deseamos, y nuestros trabajos no habrán sido inútiles; en caso contrario, no tendrán ninguna utilidad. Así lo auguro yo también, dijo; sólo que es un trabajo infinito el que propones tú, Sócrates. ¿El del preludio, pregunté, o a cuál otro te refieres? Todo esto ¿o es que no lo sabemos? no es sino el preludio de la melodía 21 que hay que aprender. No creo, en efecto, que te parezca a ti que los expertos en estas materias sean dialécticos. No, por Zeus, dijo, a no ser unos muy pocos de aquellos con quien me he encontrado. Pero entonces, dije, quienes no son capaces de dar o recibir la razón de cada cosa22 ¿podrán jamás saber algo de lo que, conforme a lo que dijimos, hay que saber? No, dijo; tampoco esto. ¿No será entonces, Glaucón, ésta precisamente, la melodía que la dialéctica ejecuta? Es algo,- ciertamente, que pertenece a lo inteligible, pero que tiene su imitación en la facultad de la vista, de la cual hemos dicho que se esfuerza primero en contemplar primero los vivientes, luego las estrellas, y por último, el mismo sol. Pues así también cuando, mediante la dialéctica y renunciando en absoluto al uso de los sentidos, sino por obra de la razón, se esfuerza uno por lanzarse a lo que cada cosa es en sí, y no ceja en este empeño hasta no haber alcanzado, con la sola inteligencia, lo que es el bien en sí mismo, con lo cual llega al término mismo de lo inteligible, como el otro, en nuestra alegoría, había llegado al de lo sensible. Absolutamente, dijo. Pero qué ¿No darás a esta marcha la denominación de dialéctica? Sin discusión. Y la liberación de las cadenas, proseguí, y la conversión de las sombras a los simulacros y a la luz; y la subida del subterráneo hacia el sol, con la impotencia del evadido, al llegar allí, de percibir todavía los animales, 2 las plantas y la luz solar, sino únicamente los reflejos divinos en la superficie de las aguas y las sombras de objetos
reales, aunque ya no las sombras de imágenes proyectadas por otra luz que, comparada con el sol, es de la misma condición tenebrosa he ahí la virtud que posee el estudio de las ciencias que hemos pasado en revista. Eleva la mejor parte del alma a la contemplación del mejor de los seres, no de otro modo que, según vimos, asciende el más brillante de los órganos del cuerpo a la contemplación de lo que hay de más lumi-noso en el mundo corporal y visible. Por mi parte, dijo, así lo admito, bien que me parezca tratarse de cosas por extremo difíciles de admitir, aunque, por otra parte, sean también difíciles de rechazar. Como quiera que sea, y ya que no será ésta la única vez que oigamos hablar de esto, sino que habremos de volver sobre ello de nuevo y muchas veces, demos ahora por sentado que así sea, y vayamos a la melodía misma, para analizarla como lo hemos hecho con el preludio. Dinos, pues, de qué carácter es la facultad dialéctica, en cuántas especies se divide y cuáles son sus caminos, por ser ellos, a lo que parece, los que han de llevarnos a donde, una vez que lleguemos, será como el reposo de la ruta y el término del viaje. Pero no serás ya capaz de seguirme, mi querido Glaucón, le dije, aunque por lo que a mí respecta, no sería el entusiasmo lo que me faltaría. No sería ya la imagen del bien lo que, si pudieras, verías, sino el verdadero bien en sí mismo, por lo menos como a mí me aparece. Que sea o no realmente así, no vale la pena que por el momento nos empeñemos en dilucidarlo; pero lo que sí se puede sostener es que hay algo como eso que hay que ver. ¿No es así? No hay duda. Y también, ¿no es verdad?, que la facultad dialéctica es la única que podrá revelarlo a quienquiera que tenga la experiencia de los estudios que hemos descrito, y que no será posible por ningún otro medio. También sobre esto, dijo, es digno de insistir. En esto por lo menos, dije, nadie podrá contradecirnos: en que no hay otro método que emprenda, por esta vía y en cualquier materia, aprehender la esencia de cada cosa. Las demás artes, en efecto, versan en general sobre las opiniones y deseos de los hombres, o no se han desarrollado sino en vista de la producción, fabricación y mantenimiento de los productos naturales o artificiales. En cuanto a las restantes, de las que hemos dicho que aprehenden algo del ser, como la geometría y las que van detrás de ella, vemos cómo no hacen sino soñar sobre el ser, pero que les es imposible tener de él una visión de vigilia mientras se valgan de hipótesis que dejen intactas por no poder justificarlas. Cuando, en efecto, se toma por principio lo que no se conoce, y la conclusión y proposiciones intermedias son un tejido de incertidumbres, ¿qué posibilidad existe de que el asentimiento en tales casos pueda nunca convertirse en ciencia? Ninguna, dijo. El método dialéctico, por consiguiente, dije, es el único que, cancelando sucesivamente las hipótesis, sigue así su camino hasta el principio mismo para asentarlo firmemente; el único que verdaderamente saca al ojo del alma, con toda suavidad, del bárbaro lodazal ~4 en que estaba sumido, y lo eleva hacia lo alto, sirviéndose como de auxiliares y cooperadores, en esta conversión, de las artes antes enumeradas. A menudo las hemos llamado ciencias, por conformarnos al uso, pero sería preciso darles otro nombre que connotara más claridad que la opinión y más oscuridad que la ciencia. Antes nos servimos, en algún momento, del término de "conocimiento discursivo"; pero no me parece que debamos discutir sobre el nombre cuando debemos examinar temas tan importantes como los que tenemos ante nosotros. No, en efecto, dijo; y bastaría con un nombre que hiciese ver con claridad nuestro pensamiento. Mi dictamen, dije, es que continuemos llamando, como de antes, ciencia 25 a la primera sección del conocimiento; inteligencia discursiva a la segunda; creencia a la tercera y conjetura a la cuarta. A las dos últimas secciones en con junto las llamo opinión, y a las dos primeras, en conjunto, intelección, siendo la opinión relativa a la
generación, y la intelección a la esencia, Y lo que la esencia es con relación a la generación, lo es la intelección con relación a la opinión; y lo que es la intelección con relación a la opinión, lo es la ciencia con relación a la creencia, y la inteligencia discursiva con relación a la conjetura. En cuanto a la correspondencia de las cosas en que se fundan estas distinciones, y a la división en dos de cada sección, la de lo opinable y la de lo inteligible, dejémosla, Glaucón, para no arrojarnos en discursos cien veces más largos que los precedentes. En la medida en que puedo seguirte, dijo, estoy de acuerdo contigo. ¿Das tú el nombre de dialéctico al que aprehende la noción de la esencia de cada cosa? Y del que no la tenga, ¿no dirás que tiene tanto menos inteligencia de una cosa cuanto más incapaz sea de dar razón de ella a sí mismo y a los demás? ¿Cómo no voy a decirlo?, contestó. Pues así pasa con el bien. Quien no pueda definir con la razón la idea del bien, separándola de todas las demás, ni abrirse paso, como en un combate, por todas las objeciones, poniendo todo su celo en fundar sus pruebas no en la apariencia, sino en la esencia, y superando todos los obstáculos mediante una lógica infalible; de quien así se condujese no dirías que conoce el bien en sí, ni otro bien alguno, sino que, sí por acaso alcanza algún simulacro del bien, será por la opinión y no por la ciencia como lo alcanza, y que su vida presente la pasa en soñar y en un letargo de que no se despertará en este mundo, pues antes bajará al Hades, para descabezar allí un sueño total. ¡Por Zeus!, dijo; todo eso lo diré, y con gran energía. Y si algún día tuvieras que educar en la práctica a esos hijos tuyos que ahora educas en teoría, no tolerarás, creo yo, que haya en ellos la misma irracionalidad que en las líneas26 en ellos que son los gobernantes de la ciudad y los árbitros de sus decisiones supremas. No, en efecto, dijo. Sino que les ordenarás por ley que se apliquen especialmente a este género de instrucción de que saldrán con la mayor competencia tanto en el preguntar como en el responder. Contigo como colegislador, lo haré, dijo. Y ahora, dije, ¿no crees que el lugar de la dialéctica está, para nosotros, en lo más alto, como remate de todas las ciencias, y que ninguna otra puede con razón colocarse por encima de ella, y que nuestro programa científico es ahora completo? Así lo creo, dijo. Lo que te queda ahora, proseguí, es regular la distribución de estas enseñanzas: a quiénes y de qué manera. Claro, dijo. ¿Te acuerdas del tipo de hombres que escogimos en nuestra primera elección de jefes? ¿Pues no he de acordarme?, dijo. En tai caso, repliqué, piensa que son las mismas las naturalezas de elección, en todos aspectos. Hay que preferir, en efecto, a los más firmes, a los más valientes, y de ser posible, a los más bellos. Pero además de estas cualidades, hay que procurar la nobleza y gravedad de carácter, y que tengan también disposiciones naturales para este tipo de educación. ¿Cuáles?, determínalas. Penetración en los estudios, mi incomparable amigo, le dije, y facilidad para aprender, es lo que en ellos debe haber; porque las almas flaquean mucho más en los estudios arduos que en los ejercicios gimnásticos, porque la fatiga en este caso, al ser exclusiva del alma, la afecta más que cuando la comparte con el cuerpo. Es verdad, dijo. Y hay que procurar también que sean memoriosos, infatigables y amantes del trabajo en todas sus formas. De otro modo, ¿cómo crees que va nadie a consentir en someter su cuerpo a un trabajo constante, y en llevar hasta el fin, a más de esto, el otro aprendizaje y ejercicio?
Nadie, dijo, a no ser que esté naturalmente superdotado. El error en que ahora se incurre, añadí, y que ha ocasionado el descrédito en que ha venido a caer la filosofía, consiste, como dije antes, .en dejar que tenga adeptos que no son de dignidad equivalente. A ella, en efecto, no deberían acercarse los bastardos2 sino los bien nacidos, ¿Cómo? preguntó. En primer lugar, contesté, el que quiera dedicarse a la filosofía no debe ser cojo en esto del amor al trabajo, es decir, amante del trabajo en la mitad de las cosas y perezoso en la otra mitad. Y esto pasa cuando uno es amante de los ejercicios gimnásticos y de la caza, y ejecuta con gusto toda clase de trabajos corporales, pero no es amante de aprender, ni de la conversación e investigación, sino que aborrece el trabajo consiguiente a todo esto. Y es también cojo cuando su amor del trabajo toma una dirección contraria. Nada más cierto, dijo. Pues igualmente con respecto a la verdad, proseguí, ¿no tendremos por un alma lisiada a la que, aborreciendo la mentira voluntaria y no pudiendo sufrirla sin repugnancia en sí misma ni sin extrema indignación en los demás, acepta de buen grado la involuntaria, sin indignarse contra sí misma cuando es cogida, por decirlo así, en flagrante delito de ignorancia, antes bien, a la manera de una bestia de la grey porcina, se halla muy a sus anchas en la suciedad de su ignorancia? Absolutamente, dijo. Pues igualmente, añadí, con respecto a la templanza y al valor y a la magnanimidad y a todas las partes de la virtud, no habrá que ser menos vigilantes para discernir el bastardo del bien nacido. Cuando, en efecto, no se sabe hacer este examen, los particulares y las ciudades se sirven inconscientemente y al azar, para cualquier propósito, de cojos y bastardos, en el primer caso como amigos y en el segundo como gobernantes. Y con demasiada frecuencia, dijo. A nosotros, por tanto, dije, corresponde precaver muy bien todas esas contingencias. Porque si nos procuramos sujetos con perfecto concierto de cuerpo y espíritu para educarlos en disciplinas y ejercicios tan importantes, la justicia misma no tendrá nada que reprocharnos y aseguraremos la salud de la ciudad y la constitución; pero si son de otra condición los que apliquemos a esto, será lo contrario de aquello el resultado de nuestra acción, y será un ridículo mayor aún el que habremos derramado a raudales sobre la filosofía. Qué vergüenza sería, sí, dijo. En absoluto, repuse; pero se me figura que soy yo, y en este momento, el que se está poniendo en ridículo. ¿En qué?, preguntó. En que, contesté, me olvidé de que no hacíamos sino divertirnos, y he hablado con demasiada vehemencia. La razón fue que, mientras hablaba, eché una mirada a la filosofía, y al verla tan indignamente afrentada, me puse de mal humor, y tengo la impresión de que, por la cólera que sentí contra los responsables de aquella situación, dije lo que pensaba con demasiada seriedad. No, por Zeus, dijo; por lo menos para tu auditorio. Pero sí para el orador, que soy yo, repliqué. Y lo que sí no hay que olvidar, es que en nuestra primera elección escogimos a ancianos, pero en la presente no hay lugar para ellos. Porque no hay que creer a Solón28 en lo de que es uno capaz de aprender en su vejez muchas cosas. Más fácil sería para un anciano aprender a correr, y de los jóvenes son todos los grandes y continuos trabajos. Necesariamente, dijo. Desde la infancia, por tanto, habrá que ponerles por delante, como instrucción preliminar, el cálculo, la geometría y todo lo demás que debe ser como la propedéutica de la dialéctica, aunque sin dar a la enseñanza el aspecto de un estudio forzado.
¿Por qué? Porque ninguna disciplina, contesté, debe aprender el hombre libre de manera servil. Que los trabajos corporales puedan ejecutarse por la fuerza, no por esto deterioran más el cuerpo, al paso que en el alma no se asienta ningún conocimiento forzado. Es verdad, dijo. Mira pues, mi excelente amigo, proseguí, que no des a los niños por la fuerza el alimento de sus estudios, sino que sea entre sus juegos, 29 con lo que podrás percibir mejor aquello para lo que cada uno está naturalmente dotado, Está en razón lo que dices, expresó. ¿No te acuerdas, proseguí, de que, según hemos dicho, hay que llevar a los niños a la guerra, y a caballo, para que la vean, y que, cuando pueda hacerse sin peligro, hay que acercarlos al combate y que gusten de la sangre, como se hace con los cachorros? Me acuerdo, dijo. En todo esto, proseguí, así en los trabajos físicos como en los estudios y peligros, a quien demuestre la mayor agilidad en cada circunstancia, a éste habrá que ponerlo en un grupo aparte, ¿A qué edad?, preguntó. Cuando hayan terminado, contesté, su curso de gimnasia obligatoria; porque en todo este tiempo, que dura de dos a tres años3 son incapaces de hacer ninguna otra cosa, por ser enemigos del estudio la fatiga y el sueño. Al mismo tiempo, una de las pruebas, y no la menos importante, será ésta de apreciar cómo se porta cada uno en los ejercicios físicos. ¿Cómo no va a serlo?, dijo. Al cabo, pues, de este tiempo, continué, los que por selección hayan sido elegidos de entre los que hayan cumplido veinte años, recibirán mayores honras que los demás, y los conocimientos que se les impartieron inconexamente en su educación infantil, habrá que presentárselos reunidos, a fin de que tengan una visión de conjunto sobre las relaciones de afinidad que dichos conocimientos guardan entre sí y con la naturaleza del ser. Ciertamente, dijo, un método semejante es el único que puede fijar sólidamente los conocimientos en quienes los han adquirido. Y es también, dije, la mejor experiencia para distinguir la naturaleza dialéctica de la que no lo es; porque el dialéctico es el que tiene una visión de conjunto, y el que no la tiene, no lo es. Comparto tu opinión, dijo. Será necesario, por consiguiente, continué, que examines quiénes son, entre ellos, los que, con las mejores disposiciones para la dialéctica, son sólidos en la ciencia y sólidos en la guerra y en las demás actividades prescritas por la ley; y a éstos, una vez que hayan rebasado los treinta años, les darás nueva preferencia sobre los ya antes preferidos, para destinarlos a mayores honores y examinar, en la prueba que se les haga del poder dialéctico, quién es capaz, después de haber renunciado al uso de sus ojos y demás sentidos, de avanzar, en compañía de la verdad, hacia el ser mismo. Y aquí, compañero, está nuestra labor de mayor vigilancia. ¿Cómo así?, preguntó. ¿No has fijado tu atención, le dije, en el mal que afecta hoy a la dialéctica, y las proporciones que está tomando? ¿Qué mal?, dijo. Que si no me engaño, repuse, en ella sobreabunda el desorden. Y en qué forma, dijo. ¿Crees tú, añadí, que haya en ello nada de sorprendente, y no disculpas a quienes lo padecen? ¿Por qué razón precisamente?, preguntó. Porque su caso es semejante, contesté, al de un hijo putativo que, educado en el seno de una familia grande, noble y opulenta, y entre una turba de aduladores, se diese cuenta, al llegar a la edad viril, de que no es el hijo de quienes pretenden ser
sus padres, y no pudiera, por otra parte, descubrir a quienes verdaderamente le han engendrado. ¿Puedes adivinar en qué disposición estaría tanto con respecto a sus aduladores como con sus pretendidos padres, en aquel tiempo en que no tenía conocimiento de la impostura, y en el otro en que ya sabía de ella? ¿O prefieres escuchar lo que yo me imagino? Lo prefiero, dijo. Me imagino pues, dije, que honraría más al padre y a la madre, y a los demás que miraba como parientes, antes que a sus aduladores; que sería menos indiferente a sus necesidades y estaría menos dispuesto a faltarles en algo de palabra o de hecho; y que, en las cosas de importancia, desconfiaría de ellos menos que de sus aduladores. Esto por el tiempo en que hubiera ignorado la verdad. Así parece que seria, dijo. Cuando, por el contrario, se enterara de lo que hay, conjeturo, al revés, que se relajarán sus respetos y atenciones para con los padres, para intensificarlos con los aduladores; que tendrá en ellos mayor confianza que antes, conformando en adelante su vida a sus principios y frecuentándolos abiertamente, mientras que para nada se cuidará ya de aquel padre ni del resto de sus supuestos parientes, a menos de estar dotado de un natural excelente. Todo esto, dijo, pasaría en la forma que dices. Pero, ¿por dónde se aplicaría esta comparación a los que abordan la dialéctica? Por lo .siguiente. Desde la infancia tenemos, a lo que pienso, ciertas máximas sobre lo justo y lo honesto, y en las cuales, como si fuera por nuestros padres, hemos sido criados, y a las cuales, por ende, obedecemos y reverenciamos. 30 Así es. Pero hay también, en contraste con éstas, otras máximas seductoras, que, como los aduladores, halagan a nuestra alma, atrayéndola hacia ellas, pero que, no obstante, no pueden persuadir a los espíritus mesurados, por poco que lo sean, y que honran y obedecen a las máximas paternas. Así es. Ahora bien, proseguí, si al hombre así dispuesto viene alguien a plantearle la cuestión de qué es lo honesto, y al contestar él lo que ha oído del legislador, se le rebate su respuesta, y después de haberle refutado muchas veces y de muchos modos, se le induce a la opinión de que lo honesto no es más honesto que deshonesto, y lo mismo con respecto a lo justo, a lo bueno y a todo aquello que tenía antes en la más subida estimación, ¿cuál piensas que será en adelante su comportamiento en lo que atañe al respeto y sumisión que tenía por aquellos principios? Forzosamente, dijo, no tendrá ya ni el mismo respeto ni la misma sumisión. Y cuando, proseguí, no reconozca ya, como antes, que tales cosas son respetables y afines con su alma, y que tampoco, por otra parte, pueda descubrir por sí mismo la verdad, ¿a qué otra vida podrá verosímilmente volverse sino a aquella que le lisonjea? No podrá menos, dijo. De sumiso a la ley, por consiguiente, se le verá convertirse, a lo que pienso, en rebelde a ella. Necesariamente. No es sino natural, por tanto, que pasen por esta experiencia los que de tal modo se dan a la dialéctica, y son así merecedores, como dije antes, de toda indulgencia. De piedad inclusive, dijo. Pues para no exponer a esta piedad a los hombres de treinta años que has escogido, ¿no habremos de tener todas las precauciones antes de ponerlos en contacto con la dialéctica? A buen seguro, dijo. ¿Y no será ya una precaución de gran alcance la de impedirles gustar de la dialéctica mientras aún son jóvenes? No te habrá escapado, en efecto, a lo que pienso, que los adolescentes, una vez que han tomado gusto en la dialéctica, se sirven de ella como
de un pasatiempo, usándola invariablemente con espíritu de controversia, y a imitación de quienes los confunden, confunden ellos a otros a su vez, y tal como cachorros, se complacen en tironear y desgarrar con la palabra a cuantos se les acerquen. Y con placer incomparable, dijo. Cuando, sin embargo, han refutado a numerosos contradictores, y han sido objeto, a su vez, de numerosas refutaciones, se despeñan de repente en la incredulidad más completa de lo que antes creían; con lo cual dan ocasión al descrédito de ellos mismos, y de la filosofía en general, ante la opinión pública. Muy cierto, dijo. En una edad más madura, en cambio, no consentirá uno en incurrir en esta manía, sino que se imitará más bien a quien quiera discutir para investigar la verdad, antes que a quien, por divertirse, haga un juego de la contradicción; y así, no sólo se mostrará él mismo más mesurado, sino que devolverá su honra a la profesión, en el mismo grado que el vilipendio en que antes estaba. Correcto, dijo. Por vía de precaución, por consiguiente, dijimos cuanto dijimos en lo que antecede: que no pueden participar en la dialéctica sino espíritus naturalmente concertados y graves, y que, al revés de lo que hoy se hace, no tenga acceso a ella cualquier advenedizo sin preparación. Absolutamente, dijo. ¿Será, entonces, suficiente que quien se dedique a la dialéctica, de manera permanente, asidua e intensa, sin hacer ninguna otra cosa, lo haga por el doble del tiempo que dedicó antes a los ejercicios corporales, para guardar con éstos la debida correspondencia? ¿Son seis años o cuatro, preguntó, los que quieres decir? No te preocupes por esto, le dije; pon cinco. Y después de esto tendrás que hacerlos bajar de nuevo a la caverna aquella, y obligarles a ejercer el mando militar y las demás magistraturas de la gente moza, a fin de que no cedan a nadie tampoco en experiencia. Y en estas condiciones aún, habrás de ponerlos a prueba para ver si se mantienen firmes contra quienes quieren arrastrarlos por todas partes, o si en algo vacilan. ¿Cuánto tiempo, preguntó, fijas para esto? Quince años, contesté. Y cuando hayan llegado a los cincuenta los que, habiendo superado todas las pruebas, se hayan distinguido en todo y por todo, en los trabajos y en las ciencias, habrá que llevarlos al término y obligarles a que eleven el ojo del alma en aquella dirección y vuelvan la mirada hacia lo que a todos los seres dispensa la luz; y cuando hayan visto el bien en sí, a que se sirvan de él como de un modelo para ordenar a la ciudad, a los particulares y a ellos mismos, según le toque a cada uno su turno, por el resto de su vida; pues aunque lo más de su tiempo lo empleen en la filosofía, habrán de echarse a cuestas, cuando les llegue su vez, los asuntos públicos y gobernar uno tras otro por el bien de la ciudad, considerando esta actividad no como un honor, sino como el cumplimiento de un deber indispensable. Y así, después de haber trabajado sin cesar en formar a otros hombres a su semejanza, a quienes puedan dejar como sus sucesores en la guarda de la ciudad, podrán irse de aquí a morar en las islas de los bienaventurados. La ciudad les dedicará monumentos y sacrificios públicos, como a genios tutelares, si la Pitia 31 lo autoriza, y si no, como a seres bien-aventurados y divinos. De acabada belleza, Sócrates, son los gobernantes cuya imagen acabas de esculpir. Y las gobernantas, Glaucón, añadí; porque no creas que cuanto he dicho se aplica más a los hombres que a las mujeres, a aquellas por lo menos que resulten ser aptas por su naturaleza. A justo título, dijo, si, como dejamos sentado, todo ha de ser igual y común entre ellas y los varones. Y ahora, dije, ¿convendréis conmigo en que no son piadosos deseos nuestros discursos sobre la ciudad y su constitución? Si su realización es difícil, no deja por ello de ser posible, pero no de ninguna otra manera que como lo hemos dicho, es decir, cuando los filósofos que lo
son verdaderamente (uno solo o varios) se adueñen del poder en la ciudad, y que, despreciando las honras de ahora, por considerarlas indignas de un hombre libre y de ningún valor, hagan, por el contrario, el mayor aprecio del deber y de las honras que son su consecuencia, y lo mismo de la justicia, corno de lo más alto y lo más necesario, a cuyo servicio se pondrán ellos, para hacerla medrar en la organización que hagan de su ciudad. ¿De qué manera?, preguntó. Relegarán al campo, contesté, a todos cuantos en la ciudad pasen de diez años; y haciéndose luego cargo de sus hijos, con el fin de sustraerlos a las costumbres actuales, que son también las de sus padres, los educarán en el género de vida que es el suyo, y de acuerdo con las leyes que son las suyas, y que son también las que antes hemos expuesto. Será éste el procedimiento más rápido y expedito para establecer la ciudad y la constitución que hemos dicho, y la ciudad feliz redundará así en el mayor bienestar del pueblo que la vio Y con mucho, dijo; y sobre la manera como podrá realizarse, si es que algún día se realiza, me parece, Sócrates, que has hablado excelentemente. Bastantes palabras hemos dicho, ¿no es así?, sobre esta ciudad y sobre el hombre a su semejanza, ya que también está claro, a lo que pienso, cómo será este hombre, del modo que diremos. Está claro, dijo; y con respecto a lo que preguntas, mi opinión es que la materia está agotada.

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