miércoles, 17 de noviembre de 2010

De “La Genealogía de la Moral ” PRÓLOGO

De “La Genealogía de la Moral ”
PRÓLOGO
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Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, - ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos? Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón»; nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual animales alados de nacimiento y recolectores de miel del espíritu, nos preocupamos de corazón propiamente de una sola cosa -de «llevar a casa» algo. En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias», - ¿quién de nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención «al asunto»: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón -¡y ni siquiera nuestro oído! Antes bien, así como un hombre divinamente distraído y absorto a quien el reloj acaba de atronarle fuertemente los oídos con sus doce campanadas del mediodía, se desvela de golpe y se pregunta «¿qué es lo que en realidad ha sonado ahí?», así también nosotros nos frotamos a veces las orejas después de ocurridas las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo, perplejos del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más aún, «¿quiénes somos nosotros en realidad?» y nos ponemos a contar con retraso, como hemos dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra vivencia, de nuestra vida, de nuestro ser -¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta... Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice «cada uno es
para sí mismo el más lejano», en lo que a nosotros se refiere no somos «los que conocemos»...
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- Mis pensamientos sobre la procedencia de nuestros prejuicios morales -pues de ellos se trata en este escrito polémico- tuvieron su expresión primera, parca y provisional en esa colección de aforismos que lleva por título Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres, cuya redacción comencé en Sorrento durante un invierno que me permitió hacer un alto como hace un alto un viajero y abarcar con la mirada el vasto y peligroso país a través del cual había caminado mi espíritu hasta entonces. Ocurría esto en el invierno de 18176 a 1877; los pensamientos mismos son más antiguos. En lo esencial eran ya idénticos a los que ahora recojo de nuevo en estos tratados: - ¡esperemos que ese prolongado intervalo les haya favorecido y que se hayan vuelto más maduros, más luminosos, más fuertes, más perfectos! El hecho de que yo me aferré a ellos todavía hoy, el que ellos mismos se hayan entre tanto unido entre sí cada vez con más fuerza, e incluso se hayan entrelazado y fundido, refuerza dentro de mí la gozosa confianza de que, desde el principio, no surgieron en mí de manera aislada, ni fortuita, ni esporádica, sino de una raíz común, de una voluntad fundamental de conocimiento, la cual dictaba sus órdenes en lo profundo, hablaba de un modo cada vez más resuelto y exigía cosas cada vez más precisas. Esto es, en efecto, lo único que conviene a un filósofo. No tenemos nosotros derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni equivocarnos solos, ni solos encontrar la verdad. Antes bien, con la necesidad con que un árbol da sus frutos, así brotan de nosotros nuestros pensamientos, nuestros valores, nuestros síes y nuestros noes, nuestras preguntas y nuestras dudas - todos ellos emparentados y relacionados entre sí, testimonios de una única voluntad, de una única salud, de un único reino terrenal, de un único sol. - ¿Os gustarán a vosotros estos frutos nuestros? - Pero ¡qué les importa eso a los árboles! ¡Qué nos importa eso a nosotros los filósofos!...
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Dada mi peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos problemas, inclinación que yo confieso a disgusto -pues se refiere a la moral, a todo lo que hasta ahora se ha ensalzado en la tierra como moral- y que en mi vida apareció tan precoz, tan espontánea, tan incontenible, tan en contradicción con mi ambiente, con mi edad, con los ejemplos recibidos, con mi procedencia, que casi tendría derecho a llamarla mi a priori, - tanto mi curiosidad como mis sospechas tuvieron que detenerse tempranamente en la pregunta sobre qué origen tienen propiamente nuestro bien y nuestro mal. De hecho, siendo yo un muchacho de trece años me acosaba ya el problema del origen del mal: a él le dediqué, en una edad en que se tiene «el corazón dividido a partes iguales entre los juegos infantiles y Dios», mi primer juego literario de niño, mi primer ejercicio de caligrafía filosófica -y por lo que respecta a la «solución» que entonces di al problema, otorgué a Dios, como es justo, el honor e hice de él el Padre del Mal. ¿Es que me lo exigía precisamente así mi a priori?, ¿aquel a priori nuevo, inmoral, o al menos inmoralista, y el ¡ay! tan antikantiano, tan enigmático «imperativo categórico» que en él habla y al cual desde entonces he seguido prestando oídos cada vez más, y no sólo oídos?... Por fortuna aprendí pronto a separar el prejuicio teológico del prejuicio moral, y no busqué ya el origen del mal por detrás del mundo. Un poco de aleccionamiento histórico y filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones psicológicas en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro? - Dentro de mí encontré y osé dar múltiples respuestas a tales preguntas, distinguí tiempos, pueblos, grados jerárquicos de los individuos, especialicé mi problema, las respuestas se convirtieron en nuevas preguntas, investigaciones, suposiciones y verosimilitudes: hasta que acabé por poseer un país propio, un terreno propio, todo un mundo reservado que crecía y florecía, unos jardines secretos, si cabe la expresión, de los que a nadie le era lícito barruntar nada... ¡Oh, qué felices somos nosotros los que conocemos, presuponiendo que sepamos callar durante suficiente tiempo!...
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El primer estímulo para divulgar algo de mis hipótesis acerca del origen de la moral me lo dio un librito claro, limpio e inteligente, también sabihondo, en el cual tropecé claramente por vez primera con una especie invertida y perversa de hipótesis genealógicas, con su especie auténticamente inglesa, librito que me atrajo -con esa fuerza de atracción que posee todo lo que nos es antitético, todo lo que está en nuestros antípodas. El título del librito era El origen de los sentimientos morales; su autor, el doctor Paul Rée; el año de su aparición, 1877. Acaso nunca haya leído yo algo a lo que con tanta fuerza haya dicho no dentro de mí, frase por frase, conclusión por conclusión, como a este libro; pero lo hacía sin el menor fastidio ni impaciencia. En la obra antes mencionada, en la cual estaba trabajando yo entonces, me referí, con ocasión y sin ella, a las tesis de aquél, no refutándolas - ¡qué me importan a mí las refutaciones! -, sino, cual conviene a un espíritu positivo, poniendo, en lugar de lo inverosímil, algo más verosímil, y, a veces, en lugar de un error, otro distinto. Como he dicho, fue entonces la primera vez que yo saqué a luz aquellas hipótesis genealógicas a las que estos tratados van dedicados, con torpeza, que yo sería el último en querer ocultarme, y además sin libertad, y además sin disponer de un lenguaje propio para decir estas cosas propias, y con múltiples recaídas y fluctuaciones. En particular véase lo que en Humano, demasiado humano digo, pág. 51, acerca de la doble prehistoria del bien y del mal (es decir, su procedencia de la esfera de los nobles y de los esclavos); asimismo lo que digo, págs. 119 y ss, sobre el valor y la procedencia de la moral ascética; también, págs. 78, 82, y 11, 35, sobre la «eticidad de la costumbre», esa especie mucho más antigua y originaria de moral, que difiere toto coelo de la forma altruista de valoración (en la cual ve el doctor Rée, al igual que todos los genealogistas ingleses de la moral, la forma de valoración en sí); igualmente, pág. 74; El viajero, página 29; Aurora, pág. 99, sobre la procedencia de la justicia como un compromiso entre quienes tienen aproximadamente el mismo poder (el equilibrio como presupuesto de todos los contratos y, por tanto, de todo derecho); además, sobre la procedencia de la pena, El viajero, págs. 25 y 34, a la cual no le es esencial ni originaria la finalidad intimidatoria (como afirma el doctor Rée: - esa finalidad le fue agregada, antes bien, más tarde, en determinadas circunstancias, y siempre como algo accesorio, como algo sobreañadido).
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En el fondo lo que a mí me interesaba precisamente entonces era algo mucho más importante que unas hipótesis propias o ajenas acerca del origen de la moral (o más exactamente: esto último me interesaba sólo en orden a una finalidad para la cual aquello es un medio entre otros muchos). Lo que a mí me importaba era el valor de la moral, - y en este punto casi el único a quien yo tenía que enfrentarme era mi gran maestro Schopenhauer, al cual se dirige, como si él estuviera presente, aquel libro, la pasión y la secreta contradicción de aquel libro (pues también él era un «escrito polémico»). Se trataba en especial del valor de lo «no-egoísta», de los instintos de compasión, autonegación, autosacrificio, a los cuales cabalmente Schopenhauer había recubierto de oro, divinizado y situado en el más allá durante tanto tiempo, que acabaron por quedarle como los «valores en sí» y basándose en ellos dijo no a la vida y también a sí mismo. ¡Mas justo contra esos instintos dejaba oír su voz en mí una suspicacia cada vez más radical, un escepticismo que cavaba cada vez más hondo! justo en ellos veía yo el gran peligro de la humanidad, su más sublime tentación y seducción -¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?-, justo en ellos veía yo el comienzo del fin, la detención, la fatiga que dirige la vista hacia atrás, la voluntad volviéndose contra la vida, la última enfermedad anunciándose de manera delicada y melancólica: yo entendía que esa moral de la compasión, que cada día gana más terreno y que ha atacado y puesto enfermos incluso a los filósofos, era el síntoma más inquietante de nuestra cultura europea, la cual ha perdido su propio hogar, era su desvío ¿hacia un nuevo budismo?, ¿hacia un budismo de europeos?, ¿hacia el nihilismo?... Esta moderna preferencia de los filósofos por la compasión y esta moderna sobreestimación de la misma son, en efecto, algo nuevo: precisamente sobre la carencia de valor de la compasión habían estado de acuerdo hasta ahora los filósofos. Me limito a mencionar a Platón, Spinoza, La Rochefoucauld y Kant, cuatro espíritus totalmente diferentes entre sí, pero conformes en un punto: en su menosprecio de la compasión. -
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Este problema del valor de la compasión y de la moral de la compasión (-yo soy un adversario del vergonzoso reblandecimiento
moderno de los sentimientos-) parece ser en un primer momento tan sólo un asunto aislado, un signo de interrogación solitario; mas a quien se detenga en esto una vez y aprenda a hacer preguntas aquí, le sucederá lo que me sucedió a mí: - se le abre una perspectiva nueva e inmensa, se apodera de él, como un vértigo, una nueva posibilidad, surgen toda suerte de desconfianzas, de suspicacias, de miedos, vacila la fe en la moral, en toda moral, - finalmente se deja oír una nueva exigencia. Enunciémosla: necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores -y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo ha siquiera deseado. Se tomaba el valor de esos «valores» como algo dado, real y efectivo, situado más allá de toda duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más mínimo en considerar que el «bueno» es superior en valor a «el malvado», superior en valor en el sentido de ser favorable, útil, provechoso para el hombre como tal (incluido el futuro del hombre). ¿Qué ocurriría si la verdad fuera lo contrario? ¿Qué ocurriría si en el «bueno» hubiese también un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un veneno, un narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez a costa del futuro? ¿Viviese quizá de manera más cómoda, menos peligrosa, pero también con un estilo inferior, de modo más bajo?... ¿De tal manera que justamente la moral fuese culpable de que jamás se alcanzasen una potencialidad y una magnificencia sumas, en sí posibles, del tipo hombre? ¿De tal manera que justamente la moral fuese el peligro de los peligros?...
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Esto fue suficiente para que, desde el momento en que se me abrió tal perspectiva, yo buscase a mi alrededor camaradas doctos, audaces y laboriosos (todavía hoy los busco). Se trata de recorrer con preguntas totalmente nuevas y, por así decirlo, con nuevos ojos, el inmenso, lejano y tan recóndito país de la moral -de la moral que realmente ha existido, de la moral realmente vivida-: ¿y no viene esto a significar casi lo mismo que descubrir por vez primera tal país?... Si aquí pensé, entre otros, también en
el mencionado doctor Rée se debió a que yo no dudaba en absoluto de que la naturaleza misma de sus interrogaciones le empujaría hacia una metódica más adecuada, con el fin de obtener respuestas. ¿Me engañé en este punto? En todo caso, mi deseo era proporcionar a una mirada tan aguda y tan imparcial como aquélla una dirección mejor, la dirección hacia la efectiva historia de la moral, y ponerla en guardia, en tiempo todavía oportuno, contra esas hipótesis inglesas que se pierden en el azul del cielo. ¡Pues resulta evidente cuál color ha de ser cien veces más importante para un genealogista de la moral que justamente el azul; a saber, el gris, quiero decir, lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido, en una palabra, toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífico del pasado de la moral humana? - Este pasado era desconocido para el doctor Rée; pero él había leído a Darwin: y así en sus hipótesis la bestia darwiniana y el modernísimo y comedido alfeñique de la moral, que «ya no muerde», se tienden gentilmente la mano de un modo que, cuando menos, resulta entretenido, mostrando el último en su rostro la expresión de una cierta indolencia bondadosa y delicada, en la que se entremezcla también una pizca de pesimismo, de cansancio: como si en realidad no compensase en absoluto el tomar tan en serio tales cosas -los problemas de la moral-. A mí, por el contrario, me parece que no hay ninguna cosa que compense tanto tomarla en serio; de esa compensación forma parte, por ejemplo, el que alguna vez se nos permita tomarla con jovialidad. Pues, en efecto, la jovialidad, o, para decirlo en mi lenguaje, la gaya ciencia -es una recompensa: la recompensa de una seriedad prolongada, valiente, laboriosa y subterránea, que, desde luego, no es cosa de cualquiera. Pero el día en que podamos decir de todo corazón: «¡Adelante! ¡También nuestra vieja moral forma parte de la comedia!», habremos descubierto un nuevo enredo y una nueva posibilidad para el drama dionisíaco del «destino del alma» -: ¡y ya él sacará provecho de ello, sobre esto podemos apostar, él, el grande, viejo y eterno autor de la comedia de nuestra existencia!...
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- Si este escrito resulta incomprensible para alguien y llega mal a sus oídos, la culpa, según pienso, no reside necesariamente en mí. Este escrito es suficientemente claro, presuponiendo lo que yo presupongo, que se hayan leído primero mis escritos anteriores y que no se haya escatimado algún
esfuerzo al hacerlo: pues, desde luego, no son fácilmente accesibles. En lo que se refiere a mi Zaratustra, por ejemplo, yo no considero conocedor del mismo a nadie a quien cada una de sus palabras no le haya unas veces herido a fondo y, otras, encantado también a fondo": sólo entonces le es lícito, en efecto, gozar del privilegio de participar con respeto en el elemento alciónico de que aquella obra nació, en su luminosidad, lejanía, amplitud y certeza solares. En otros casos la forma aforística produce dificultad: se debe esto a que hoy no se da suficiente importancia a tal forma. Un aforismo, si está bien acuñado y fundido, no queda ya «descifrado» por el hecho de leerlo; antes bien, entonces es cuando debe comenzar su interpretación, y para realizarla se necesita un arte de la misma. En el tratado tercero de este libro he ofrecido una muestra de lo que yo denomino «interpretación» en un caso semejante: - ese tratado va precedido de un aforismo, y el tratado mismo es un comentario de él. Desde luego, para practicar de este modo la lectura como arte se necesita ante todo una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada -y por ello ha de pasar tiempo todavía hasta que mis escritos resulten «legibles»-, una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no «hombre moderno»: el rumiar..
Friedrich Nietzsche Sils-Maria, Alta Engadina, julio de 1887
Trad. Sánchez Pascual. Alianza Editorial
TRATADO PRIMERO
“Bueno y malvado”, “bueno y malo”
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Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy fácilmente de la caballeresco-aristocrática y llegar luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los sacerdotes y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de
valor caballeresco-aristocráticos tienen como presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene -lo hemos visto- otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados. ¿Por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa impotencia el odio crece en ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. Los máximos odiadores de la historia universal, también los odiadores más ricos de espíritu han sido siempre sacerdotes -comparado con el espíritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro espíritu. La historia humana sería una cosa demasiado estúpida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella [...]
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La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un “fuera”, a un “otro”, a un “no-yo”; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que establece valores este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí -forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto actuar- su acción es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse sí a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo -su concepto negativo, lo “bajo”, “vulgar”, “malo”, es tan sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo, totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto “¡nosotros los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices!” Cuando la manera noble de valorar se equivoca y peca contra la realidad, esto ocurre con relación a la esfera que no le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se opone con aspereza: no comprende a veces la esfera
despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el efecto del desprecio, del mirar de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo que falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario -in effigie, naturalmente-. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, como para estar en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura y en un espantajo. No se pasen por alto las nuances casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con que diferencia de sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas, azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de indulgencia, hasta el punto de que casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones para significar “infeliz”, “digno de lástima” (véase *,48`H [miedoso], *,48"4@H [cobarde], B@<0D`H [vil], :@Ph0D`H [mísero], las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como esclavo del trabajo y animal de carga) -y cómo, por otro lado, “malo”, “infeliz”, no dejaron jamás de sonar al oído griego con un tono único, con un timbre en el que prepondera “infeliz”: y esto como herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática, la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (-a los filólogos recordémosles en qué sentido se usan @Ç.L`H [miserable], þ<@8$@H [desgraciado], J8²:T< [resignado], *LJLP,Ã< [fracasar, tener mala suerte], >L:n@DG [desdicha]). Los “bien nacidos” se sentían a sí mismos cabalmente como los “felices”; ellos no tenían que construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse de ella, mentírsela, mediante una mirada dirigida a sus enemigos (como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y asimismo, por ser hombres íntegros, repletos de fuerza y, en consecuencia, necesariamente activos, no sabían separar la actividad de la felicidad -en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta (de aquí procede el ,ÞBDVJJ,4< [obrar bien, ser feliz]) -todo esto muy en contraposición con la felicidad al nivel de los impotentes, de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en los cuales la felicidad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz, “sábado”, distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra como algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo ((,<<"Ã@H «aristócrata de nacimiento», subraya la nuance “franco” y también sin duda “ingenuo”), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni
honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser más inteligente que cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: -en éstos precisamente no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los propios contratiempos, las propias fechorías- tal es el signo propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales haya una sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace olvidar (un buen ejemplo de esto en el mundo moderno es Mirabeau, que no tenía memoria para los insultos ni para las villanías que se cometían con él, y que no podía perdonar por la única razón de que -olvidaba). Un hombre así se sacude de un solo golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan subterráneamente; sólo aquí es también posible otra cosa, suponiendo que ella sea en absoluto posible en la tierra el auténtico “amor a sus enemigos”. ¡Cuánto respeto por sus enemigos tiene un hombre noble! -y ese respeto es ya un puente hacia el amor... ¡El hombre noble reclama para sí su enemigo como una distinción suya; no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar y sí muchísimo que honrar! En cambio, imaginémonos “el enemigo” tal como lo concibe el hombre del resentimiento -y justo en ello reside su acción, su creación: ha concebido el “enemigo malvado”, “el malvado”, y ello como concepto básico, a partir del cual se imagina también, como imagen posterior y como antítesis, un “bueno” -¡él mismo!...
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-Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo “bueno” tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. -El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí “estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, -¿no debería ser bueno?”, nada hay que objetar a este modo de establecer un ideal excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: “Nosotras no estamos enojadas en absoluto con esos buenos corderitos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero”. -Exigir de la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de voluntad, de actividad, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan solo a la seducción del lenguaje (y a los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un “sujeto”. Es decir del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal sustrato no existe; no hay ningún “ser” detrás del hacer del actuar, del devenir; “el agente” ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen “la fuerza mueve, la fuerza causa” y cosas parecidas, -nuestra ciencia, a pesar de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje y no se ha desprendido de los hijos falsos que se le han infiltrado, de los “sujetos” (el átomo, por ejemplo es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la “cosa en sí”); nada tiene de extraño que las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen a favor suyo esa creencia e incluso en el fondo, ninguna otra sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: -con ello conquistan, en efecto, para sí el derecho de imputar al ave de rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos,
los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la impotencia: “¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios; el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos” -esto escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad más que lo siguiente: “Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes” -pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada “de más”), gracias a este arte de falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud reanunciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil -es decir, su esencia, su obrar, su entera, única, inevitable, indeleble realidad - fuese un logro voluntario, algo querido elegido, una acción, un mérito. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentir suele santificarse, esa especie de hombre necesita creer en el “sujeto” indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-así como mérito.
Friedrich Nietzsche
Trad. Sánchez Pascual
TRATADO SEGUNDO
“Culpa”, “mala conciencia” y similares
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Todavía una palabra, en este punto, sobre el origen y la finalidad de la pena -dos problemas que son distintos o deberían serlo: por desgracia, de ordinario se los confunde. ¿Cómo actúan, sin embargo, en este caso los genealogistas de la moral habidos hasta ahora? De modo ingenuo, como siempre-: descubren en la pena una “finalidad” cualquiera; por ejemplo la
venganza o la intimidación, después colocan despreocupadamente esa finalidad al comienzo, como causa fiendi de la pena y -ya han acabado. La “finalidad en el derecho” es sin embargo, lo último que ha de utilizarse para la historia genética de aquél: pues no existe principio más importante para toda especie de ciencia histórica que ese que se ha conquistado con tanto esfuerzo, pero también debería estar realmente conquistado, -a saber, que la causa de la génesis de una cosa y la utilidad final de ésta, su efectiva utilización e inserción en un sistema de finalidades, son hechos toto coelo separados entre sí; que algo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que, por necesidad, el “sentido” anterior y la “finalidad” anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados. Por muy bien que se haya comprendido la utilidad de un órgano fisiológico cualquiera (o también de una institución jurídica, de una costumbre social, de un uso político, de una forma determinada en las artes o en el culto religioso), nada se ha comprendido, aún con ello respecto a su génesis: aunque esto pueda sonar muy molesto y desagradable a oídos más viejos, -ya que desde antiguo se había creído que en la finalidad demostrable, en la utilidad de una cosa, de una forma, de una institución, se hallaba también la razón de su génesis, y así el ojo estaba hecho para ver, y la mano estaba hecha para agarrar. También se ha imaginado de este modo la pena, como si hubiera sido inventada para castigar. Pero todas las finalidades, todas las utilidades son sólo indicios de que una voluntad de poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el sentido de una función; y la historia entera de una “cosa”, de un órgano, de un uso, puede ser así una interrumpida cadena indicativa de interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas, no tienen siquiera necesidad de estar relacionadas entre sí, antes bien a veces se suceden y se revelan de un modo meramente casual. El “desarrollo” de una cosa, de un uso, de un órgano es, según esto, cualquier cosa antes que su progressus hacia una meta, y menos aún un progreso lógico y bravísimo, conseguido con el mínimo gasto de fuerza y de costes, -sino la sucesión de procesos de avasallamiento más o menos profundos, más o menos independientes entre sí, que tienen lugar en la cosa, a lo que hay que añadir las resistencias utilizadas en cada caso para contrarrestarlos, las metamorfosis intentadas con una finalidad de defensa y de reacción, así como los resultados de contraacciones afortunadas. La forma es fluida, pero el “sentido” lo es
todavía más.... Incluso en el interior de cada organismo singular las cosas no suceden de modo distinto: con cada crecimiento esencial del todo cambia también el “sentido” de cada uno de los órganos, -y a veces la parcial ruina de los mismos, su reducción numérica (por ejemplo mediante el aniquilamiento de los miembros intermedios), pueden ser signo de creciente fuerza y perfección. He querido decir que también la parcial inutilización, la atrofia y la degeneración, la pérdida de sentido y conveniencia, en una palabra, la muerte, pertenecen a las condiciones del verdadero progressus: el cual aparece siempre en forma de una voluntad y de un camino hacia un poder más grande, y se impone siempre a costa de innumerables poderes más pequeños. La grandeza de un “progreso” se mide, pues, por la masa de todo lo que hubo que sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento de una única y más fuerte especie hombre -eso sería un progreso.... -Destaco tanto más este punto de vista capital de la metódica histórica cuanto que en el fondo, se opone al instinto y al gusto de la época hoy dominantes. Los cuales preferirían pactar incluso con la casualidad absoluta, más aún con el absurdo mecanicista de todo acontecer, antes que con la teoría de una voluntad de poder que se despliega en todo acontecer. La idiosincrasia democrática opuesta a todo lo que domina y quiere dominar, el moderno misarquismo (por formar una mala palabra para una mala cosa), de tal manera se han ido poco a poco transformando y enmascarando en lo espiritual, en lo más espiritual, que hoy ya penetran, y les es licito penetrar, paso a paso en las ciencias más rigurosas, más aparentemente objetivas; a mí me parece que se han enseñoreado ya incluso de toda la fisiología y de toda la doctrina de la vida, para daño de las misma, como ya se entiende, pues les han escamoteado un concepto básico, el de la auténtica actividad. En cambio bajo la presión de aquella idiosincrasia se coloca en el primer plano la “adaptación”, es decir una actividad de segundo rango, una mera reactividad, más aún, se ha definido la vida misma como una adaptación interna cada vez más apropiada, a circunstancias externas (Herbet Spencer). Pero con ello se desconoce la esencia de la vida, su voluntad de poder; con ello se pasa por alto la supremacía del principio que poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas, por influjo de las cuales viene luego la “adaptación”; con ello se niega en el organismo mismo el papel dominador de los supremos funcionarios, en los que la voluntad de vida aparece activa y conformadora. Recuérdese lo que Huxley reprochó a Spencer -su “nihilismo administrativo”; pero se trata de algo más que de “administrar”...
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En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la “mala conciencia”: tal hipótesis no es fácil, hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, -de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, -de un golpe todos su instintos quedaron desvalorizados y “en suspenso”. A partir de ahora debían caminar sobre los pies y “llevarse a cuestas a sí mismos” cuando hasta ese momento habían sido llevados por el agua: una espantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se sentían ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para este nuevo mundo desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e inconscientemente infalibles, -¡estaban reducidos, estos infelices, a pensar, a razonar, a calcular, a combinar causas y efectos, a su “conciencia”, a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse! Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar, -¡y, además aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Sólo que resultaba difícil, y pocas veces posible, darles satisfacción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se deshogan hacia fuera se vuelven hacia dentro -esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su “alma”. Todo el mundo interior originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando inhibido. Aquellos terribles bastiones con que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad -las penas sobre todo cuentan entre tales bastiones- hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresividad, en el cambio, en la destrucción -todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ése es el origen de la “mala conciencia”. El hombre que falto de
enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere “domesticar” y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa -este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la “mala conciencia”. Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo, resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado, con el hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo inaudito, enigmático, contradictorio y lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra se modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de espectadores divinos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún completamente imprevisible, -un espectáculo demasiado delicado, demasiado maravilloso, demasiado paradójico como para que pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Desde entonces el hombre cuenta entre las mas inesperadas y apasionantes jugadas de suerte que juega el “gran niño” de Heráclito, llámese Zeus o Azar, -despierta un interés, una tensión, una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo, como si el hombre no fuera, una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa...
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Entre los presupuestos de esta hipótesis sobre el origen de la mala conciencia se cuenta en primer lugar, el hecho de que aquella modificación no fue ni gradual ni voluntaria y que no se presentó como un crecimiento orgánico en el interior de nuevas condiciones, sino como una ruptura, un salto, una coacción, una inevitable fatalidad, contra la cual no hubo lucha y ni siquiera resentimiento. Pero, en segundo lugar el hecho de que la inserción de una población no sujeta hasta entonces a formas ni a inhibiciones en una
forma rigurosa iniciada con un acto de violencia fue llevada hasta su final exclusivamente con puros actos de violencia, -que el “Estado” más antiguo apareció, en consecuencia como una horrible tiranía, como una maquina trituradora y desconsiderada, y continuó trabajando de ese modo hasta que aquella materia bruta hecha de pueblo y de semianimal no sólo acabó por quedar bien amasada y maleable, sino por tener también una forma. He utilizado la palabra “Estado”: ya se entiende a que me refiero -una horda cualquiera de animales de presa, una raza de conquistadores y de señores, que organizados para la guerra y dotados de la fuerza de organizar, coloca sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población tal vez tremendamentes superior en número, pero todavía informe, todavía errabunda. Así es como, en efecto se inicia en la tierra el “Estado”: yo pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacia comenzar con un “contrato”. Quien puede mandar, quien por naturaleza, es “señor”, quien aparece despótico en obras y gestos -¡qué tiene él que ver con contratos! Con tales seres no se cuenta, llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convincentes, demasiado “distintos” para ser siquiera odiados. Su obra es un instintivo crear-formas, son los artistas más involuntarios; más inconscientes que existen: -en poco tiempo surge, allí donde ellos aparecen algo nuevo, una concreción de dominio dotada de vida, en la que partes y funciones han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que no tiene sitio absolutamente nada a lo cual no se le haya dado antes un “sentido” en orden al todo. Estos organizadores natos no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración; en ellos impera aquel terrible egoísmo del artista que mira las cosas con ojos de bronce y que de antemano se siente justificado por toda la eternidad, en la “obra”, lo mismo que la madre en su hijo. No es en ellos en donde ha nacido la “mala conciencia” esto ya se entiende de antemano, -pero esta fea planta no habría nacido sin ellos, estaría ausente si no hubiera ocurrido que, bajo la presión de sus martillazos, de su violencia de artista, un ingente quantum de libertad fue arrojado del mundo, o al menos quedó fuera de la vista, y, por así decirlo, se volvió latente. Ese instinto de libertad, vuelto latente a la fuerza -ya lo hemos comprendido-, ese instinto de la libertad, reprimido, retirado, encarcelado en lo interior y que acaba por descargarse y desahogarse tan sólo contra sí mismo: eso, sólo eso es, en su inicio, la mala conciencia.
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Guardémonos de tener en poco este fenómeno por el simple hecho de que de antemano sea feo y doloroso. En efecto, esa fuerza que actúa de modo grandioso en aquellos artistas de la violencia y en aquellos, organizadores, esa fuerza constructora de Estados, es en efecto, la misma que aquí, más interior, más pequeña, más empequeñecida reorientada hacia atrás, en el “laberinto del pecho”, para decirlo con palabras de Goethe, se crea la mala conciencia y construye ideales negativos, es cabalmente aquel instinto de libertad dicho con mi vocabulario: la voluntad de poder). Sólo que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza conformadora y violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su entero, animalesco, viejo yo -y no como en aquel fenómeno más grande y más llamativo, el otro hombre, los otros hombres. Esta secreta autoviolentación, esta crueldad de artista, este placer de darse forma a si mismo como a una materia dura, resistente y paciente, de marcar a fuego en ella una voluntad, una crítica, una contradicción, un desprecio, un no, este siniestro y voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida consigo misma que se hace sufrir por el placer de hacer sufrir, toda esta activa “mala conciencia” ha acabado por producir también -ya se lo adivina-, cual auténtico seno materno de acontecimientos ideales e imaginarios, una profusión de acontecimientos ideales e imaginarios, una profusión de belleza y de afirmación nuevas y sorprendentes y quizá ella sea la que por vez primera ha creado la belleza... ¿Pues qué cosa sería bella si la contradicción no hubiese cobrado antes conciencia de sí misma, si lo feo no se hubiese dicho antes a sí mismo: “Yo soy feo”... Al menos tras esta indicación resultará menos enigmático el enigma de hasta qué punto puede estar insinuado un ideal, una belleza, en conceptos contradictorios como desinterés, autonegación, sacrificio de sí mismo; y una cosa se sabrá de ahora en adelante, no tengo duda de ello-, a saber, de qué especie es, desde el comienzo, el placer que siente el desinteresado, el abnegado, el que se sacrifica a sí mismo: ese placer pertenece a la crueldad. -Con esto basta, provisionalmente, en lo que se refiere a la procedencia de lo “no egoísta” en cuanto valor moral y a la delimitación del terreno de que este valor ha brotado: sólo la mala conciencia, sólo la voluntad de maltratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el valor de lo no-egoísta.-
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-Acabo con tres signos de interrogación, como bien se ve. “¿Se alza propiamente aquí un ideal, o se lo abate?”, se me preguntará acaso... Pero ¿os habéis preguntado alguna vez suficientemente cuán caro se ha hecho pagar en
la tierra el establecimiento de todo ideal? ¿Cuánta realidad tuvo que ser siempre calumniada e incomprendida para ello, cuánta mentira tuvo que ser santificada, cuánta conciencia conturbada, cuánto “dios” tuvo que ser sacrificado cada vez? Para poder levantar un santuario hay que derruir un santuario: ésta es la ley -¡muéstreseme un solo caso en que no se haya cumplido!... Nosotros los hombres modernos, nosotros somos los herederos de la vivisección durante milenios de la conciencia, y de la autortura, también durante milenios, de ese animal que nosotros somos: en esto tenemos nuestra más prolongada ejercitación, acaso nuestra capacidad de artistas, y en todo caso nuestro refinamiento, nuestra perversión del gusto. Durante demasiado tiempo el hombre ha contemplado “con malos ojos” sus inclinaciones naturales, de modo que éstas han acabado por hermanarse en él con la “mala conciencia”. Sería posible en sí un intento en sentido contrario -¿pero quién es lo bastante fuerte para ello?-, a saber, el intento de hermanar con la mala conciencia las inclinaciones innaturales, todas esas aspiraciones hacia el más allá, hacia lo contrario a los sentidos, lo contrario a los instintos, lo contrario a la naturaleza, lo contrario al animal, en una palabra, los ideales que hasta ahora han existido, todos los cuales son ideales hostiles a la vida, ideales calumniadores del mundo. ¿A quién dirigirse hoy con tales esperanzas y pretensiones?... Tendríamos contra nosotros, justo a los hombres buenos: y además como es obvio, a los hombres cómodos, a los reconciliados, a los vanidosos, a los soñadores, a los cansados... ¿Qué cosa ofende más hondamente, qué cosa divide más radicalmente que el hacer notar algo del rigor y de la elevación con que uno se trata a sí mismo? Y, por otro lado - ¡qué complaciente, qué afectuoso se muestra todo el mundo con nosotros tan pronto como hacemos lo que hace todo el mundo y nos “dejamos llevar” como todo el mundo!... Para lograr aquel fin se necesitaría una especie de espíritus distinta de los que son probables cabalmente en esta época: espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a quienes la conquista, la aventura, el peligro e incluso el dolor se les hayan convertido en una necesidad imperiosa; se necesitaría para ello estar acostumbrados al aire cortante de las alturas, a las caminatas invernales, al hielo y a las montañas en todo sentido, y se necesitaría además una especie de sublime maldad, una última y autosegurísima petulancia del conocimiento, que forma parte de la gran salud, ¡se recitaría cabalmente, para decirlo pronto y mal, esa gran salud!... Pero hoy, ¿es ésta posible siquiera?... Alguna vez, sin embargo, en una época más fuerte que este presente corrompido, que duda de sí mismo, tiene que venir a nosotros el hombre redentor, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu creador, al que su fuerza impulsiva aleja una y otra vez de todo
apartamiento y todo más allá, cuya soledad es malentendida por el pueblo como si fuera una huida de la realidad-: siendo así que constituye un hundirse, un enterrarse, un profundizar en la realidad, para extraer alguna vez de ella, cuando retorne a la luz, la redención de la misma, su redención de la maldición que el ideal existente hasta ahora ha lanzado sobre ella. Ese hombre del futuro que nos liberará del ideal existente hasta ahora y asimismo de lo que tuvo que nacer de él, de la gran nausea, de la voluntad de nada, del nihilismo, ese toque de campana del mediodía y de la gran decisión, que de nuevo libera la voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza, ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada -alguna vez tiene que llegar...
Friedrich Nietzsche
Trad. Sánchez Pascual. Alianza Editorial
TRATADO TERCERO
¿Qué significan los ideales ascéticos?
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Como hemos visto, un cierto ascetismo, una dura y, serena renuncia hecha del mejor grado, se cuentan entre las condiciones más favorables de la espiritualidad altísima y también entre las consecuencias más naturales de ésta, por ello, de antemano no extrañará que el ideal ascético haya sido tratado siempre con una cierta parcialidad a su favor precisamente por los filósofos. En un examen histórico serio se pone incluso de manifiesto que el vínculo entre ideal ascético y filosofía es aún mucho más estrecho y riguroso. Podría decirse que sólo apoyándose en los andadores de ese ideal es como la filosofía aprendió en absoluto a dar sus primeros pasos y pasitos en la tierra -¡ay, tan torpe aún, ay, con cara tan descontenta, ay, tan pronta a caerse y a quedar tendida sobre el vientre, esta pequeña y tímida personilla mimosa, de torcidas
piernas! A la filosofía le ocurrió al principio lo mismo que a todas las cosas buenas, durante mucho tiempo éstas no tuvieron el valor de afirmarse a sí mismas, miraban en torno suyo por si alguien quería venir en su ayuda, más aún, tenían miedo de todos los que las miraban. Enumérense una a una todas las pulsiones y virtudes del filósofo -su pulsión dubitativa, su pulsión negadora, su pulsión expectativa («eféctica»), su pulsión analítica, su pulsión investigadora, indagadora, atrevida, su pulsión comparativa, compensadora, su voluntad de neutralidad y, objetividad, su voluntad de actuar siempre sine ira et studio-: ¿se ha comprendido ya bien que todas esas pulsiones salieron, durante larguísimo tiempo, al encuentro de las primeras exigencias de la moral y de la conciencia? (para no decir nada de la razón en cuanto tal, a la que todavía Lutero gustaba de llamar Señora Sabia, la sabia prostituta). ¿Se ha comprendido ya bien que un filósofo, si hubiera cobrado conciencia de sí habría tenido que sentirse precisamente como la encarnación del nitimur in vetitum -y, en consecuencia, se guardaba de «sentirse a sí mismo», de cobrar conciencia de sí? Como hemos dicho, esto es lo que ocurre con todas las cosas buenas de que hoy estamos orgullosos; incluso medido con el metro de los antiguos griegos, todo nuestro ser moderno, en cuanto no es debilidad, sino poder y consciencia de poder, se presenta corno pura hybris e impiedad: pues justo las cosas opuestas a las que hoy nosotros veneramos son las que durante un tiempo larguísimo, han tenido la conciencia a su favor y a Dios como su custodio. Hybris es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros; hybris es hoy nuestra actitud con respecto a Dios, quiero decir, con respecto a cualquier presunta tela de araña de la finalidad y la eticidad situadas por detrás del gran tejido-red de la causalidad - nosotros podríamos decir, como decía Carlos el Temerario en su lucha con Luis XI, je combats l'universelle araignée-; hybris es nuestra actitud con respecto a nosotros, - pues con nosotros hacemos experimentos que no nos permitiríamos con ningún animal, y, satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡que nos importa ya a nosotros la «salud» del alma! A continuación nos curamos a nosotros mismos: estar enfermo es instructivo, no dudamos de ello, más instructivo aún que estar sano, - quienes nos ponen enfermos nos parecen hoy más necesarios incluso que cualesquiera curanderos y «salvadores». Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma, nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuese otra cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos que volvernos, por necesidad, más problemáticos aún, más dignos de problematizar, ¿y justamente por ello,
tal vez, más dignos también -de vivir?... Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha convertido en una virtud original. El matrimonio, por ejemplo, pareció durante mucho tiempo una prevaricación contra el derecho de comunidad; en otro tiempo se pagaba una sanción por ser tan inmodesto y adjudicarse una mujer para sí (con esto está relacionado, por ejemplo, el jus primae noctis, que todavía hoy es en Camboya un privilegio de los sacerdotes, esos guardianes de «las buenas costumbres de otros tiempos»). Los sentimientos dulces, benévolos, indulgentes, compasivos -los cuales alcanzaron más tarde un valor tan alto que casi son «los valores en sí»-, tuvieron en contra suya, durante larguísimo tiempo, precisamente el autodesprecio: el hombre se avergonzaba de la mansedumbre, como hoy se avergüenza de la dureza (véase Más allá del bien y del mal). La sumisión al derecho: ¡oh, cómo se resistió la conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a renunciar por su parte a la vendetta y a ceder la potestad a un derecho situado por encima de ellas! El «derecho» fue durante largo tiempo un vetitum un delito, una innovación, apareció con violencia, como violencia a la que el hombre se sometió sólo con vergüenza de sí mismo. Todo paso, aun el más pequeño, dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con suplicios espirituales y corporales: este total punto de vista, «el de que no sólo el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han necesitado sus innumerables mártires», nos suena, precisamente hoy, muy extraño, - yo lo he puesto de relieve en Aurora, págs. 17 y siguientes. «Nada ha sido comprado a un precio tan caro, se dice allí, como el poco de razón humana y de sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro orgullo. Pero este orgullo es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de ‘eticidad de la costumbre’ anteriores a la ‘historia universal’ y que son la auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la humanidad: ¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud, la venganza como virtud, la negación de la razón como virtud, y, en cambio, el bienestar como peligro, el deseo de saber como peligro, la paz como peligro, el compadecer como peligro, el ser compadecido como ultraje, la mutación como lo no-ético y cargado de corrupción!»
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Suponiendo que tal encarnación de la voluntad de contradicción y de antinaturaleza sea llevada a filosofar: ¿sobré qué desahogará su más íntima
arbitrariedad? Sobre aquello que es sentido, de manera segurísima, como verdadero, como real: buscará el error precisamente allí donde el auténtico instinto de vida coloca la verdad de la manera más incondicional. Por ejemplo, rebajará la corporalidad, como hicieron los ascetas de la filosofía del Vedanta, a la categoría de una ilusión, y lo mismo hará con el dolor, con la pluralidad, con toda la antítesis conceptual “sujeto” y “objeto” -¡errores, nada más que errores! Denegar la fe a su yo, negarse a sí mismo su “realidad” -¡qué triunfo!-, triunfo no ya meramente sobre los sentidos, sobre la apariencia visual, sino una especie muy superior de triunfo, una violentación y una crueldad contra la razón: semejante voluntad llega a su cumbre cuando el autodesprecio ascético, el autoescarnio ascético de la razón, decreta lo siguiente: “existe un reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón está excluida de él!...” (Dicho de pasada; incluso en el concepto kantiano de “carácter inteligible de las cosas” ha sobrevivido algo de esa lasciva escisión de ascetas, a la que gusta volver la razón en contra de la razón: “carácter inteligible” significa en efecto, en Kant un modo de constitución de las cosas del cual el intelecto comprende precisamente que para él -resulta total y absolutamente incomprensible.) -Pero en fin, no seamos, precisamente en cuanto seres congonoscentes, ingratos, con tales violentas inversiones de las perspectivas y valoraciones usuales, con las cuales durante demasiado tiempo, el espíritu se ha desfogado su furor contra sí mismo de un modo al parecer sacrílego e inútil; ver alguna vez las cosas de otro modo, querer verlas de otro modo, es una no pequeña disciplina y preparación del intelecto para su futura “objetividad”, -entendida esta última no como “contemplación desinteresada” (que como tal, es un no-concepto y un contrasentido), sino como facultad de tener nuestro pro y nuestro contra sujetos a nuestro dominio y de poder sepáralos y juntarlos: de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos. A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por tanto, de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un “sujeto puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo”, guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios tales como “razón pura”, “espiritualidad absoluta”, “conocimiento en sí”: -aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y un no-concepto de ojo. Existe únicamente un ver perspectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completa será nuestro “concepto” de ella, tanto más completa será nuestra “objetividad”. Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los
afectos, suponiendo que pudiéramos hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría castrar el intelecto?...
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-Y ahora examinemos, en cambio, aquellos casos, más raros, de que he hablado, los últimos idealistas que hoy existen entre filósofos y doctos: ¿tenemos en ellos tal vez los buscados adversarios del ideal ascético, los antiidealistas de éste? De hecho se creen tales, esos “incrédulos” (pues todos ellos lo son); parece que su último resto de fe consiste justo en esto, en ser adversarios de ese ideal, tan serios son en este punto, tan apasionados se vuelven precisamente aquí sus gestos y sus palabras: -¿ya por esto ha de ser verdadero lo que ellos creen?... Nosotros “los que conocemos” nos hemos vuelto con el tiempo desconfiados frente a toda especie de creyentes; nuestra desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusiones opuestas a las que en otro tiempo se sacaban: es decir, en inferir, en todos aquellos sitios en que la fortaleza de un fe aparece mucho en el primer plano, que hay allí una cierta debilidad de la demostrabilidad, incluso una inverosimilitud de lo creído. Tampoco nosotros negamos que la fe otorga la bienaventuranza: cabalmente por esto negamos que la fe demuestre algo, -una fe robusta, que otorga la bienaventuranza, es una sospecha contra aquello en lo que cree, no es prueba de “verdad” es prueba de una cierta verosimilitud -de la ilusión. ¿Qué ocurre hoy en este caso? -Estos actuales negadores y apartadizos, estos incondicionales en una sola cosa, en la exigencia de limpieza intelectual, esto espíritus duros, severos, abstinentes, heroicos, que constituyen la honra de nuestra época, todos estos pálidos ateístas, anticristos, inmoralistas, nihilistas, esto escépticos, efécticos, hécticos de espíritu (esto último lo son todos ellos, en algún sentido) estos últimos idealistas del conocimiento, únicos en los cuales se alberga y se ha encarnado la conciencia intelectual, -de hecho se creen sumamente desligados del ideal, ascético, estos “espíritus libre, muy libres”; y sin embargo, voy a descubrirles lo que ellos mismo no pueden ver -pues están demasiado cerca-: aquel ideal es precisamente también su ideal, ellos mismo son su más espiritualizado engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores, su más insidiosa, delicada, inaprensible forma de seducción: -¡si en algo soy yo descifrador de enigmas, quiero serlo con esta afinación!... Se hallan muy lejos de ser espíritus libres: pues creen todavía en la verdad... Cuando los cruzados cristianos tropezaron en Oriente con aquella invencible Orden de los Asesinos, con aquella Orden de espíritus libres par
excellence, cuyos grados ínfimos vivían en un obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna Orden monástica, recibieron también, por alguna vía, un indicación acerca de aquel símbolo y aquella frase-escudo, reservada sólo a los grados sumos, como su secretum: “Nada es verdadero, todo está permitido...” Pues bien esto era libertad de espíritu, con ello se dejaba de creer en la verdad misma... ¿Se ha extraviado ya alguna vez un espíritu libre europeo, cristiano, en esa frase y en sus laberínticas consecuencias? ¿Conoce por experiencia el Minotauro de ese infierno?... Dudo de ello, más aun, sé algo distinto: -nada es más extraño a estos incondicionales de una sola cosa, a esto así llamados “espíritus libres”, que la libertad y la liberación en aquel sentido, justo en la fe en la verdad, están firmes e incondicionales como ningún otro. Yo conozco todo eso tal vez desde demasiado cerca: aquella loable continencia del filósofo a la que tal fe obliga, aquel estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan rigurosamente el no como el sí, aquel querer-detenerse ante lo real, ante el factum brutum, aquel fanatismo de los petits faits (ce petit fatalisme, como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una especie de primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación (al violentar, reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear, y a todo lo demás que pertenece a la esencia del interpretar) -esto es hablando a grandes rasgos, expresión tanto de un ascetismo de la virtud como de una negación de la sensualidad (en el fondo es sólo un modus de esa negación). Pero lo que fuerza a esto, aquella incondicional voluntad de verdad, es la fe en el ideal ascético mismo, si bien en la forma de un imperativo inconsciente, no nos engañemos sobre esto, -es la fe en un valor metafísico, en un valor en sí de la verdad, tal como sólo en aquel ideal se encuentra garantizado y confirmado (subiste y desaparece juntamente con él). No existe, juzgando con rigor, una ciencia “libre de supuestos”, el pensamiento de tal ciencia es impensable, es paralógico: siempre tiene que haber una filosofía, una “fe”, para que de ésta extraiga la ciencia una dirección un sentido, un límite, un método, un derecho a existir. (Quién lo entiende al revez, quién, por ejemplo, se dispone a asentar a la filosofía “sobre una base rigurosamente científica”, necesita para ello, poner cabeza abajo no sólo la filosofía, sino también la misma verdad: ¡la peor ofensa al decoro que puede cometerse con dos damas tan respetables!) Sí, no hay duda -y aquí dejo hablar a mí Gaya ciencia, véase el libro quinto, pág 263 -“el hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone, afirma con ello otro mundo distinto del de la vida, de la naturaleza y de la historia: y en la medida en que afirma ese ‘otro mundo’, ¿cómo?, ¿no tiene que negar, precisamente por ello su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... Nuestra fe
en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica -también nosotros los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina... Pero como es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la mentira, -si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?” -En este punto es necesario detenerse y reflexionar largamente. La ciencia misma necesita en adelante una justificación (con lo cual no se ha dicho en absoluto que exista una justificación para ella). Examínense, con respecto a esta cuestión, las filosofías más antiguas y las más recientes: falta en todas ellas una conciencia de hasta qué punto la misma voluntad de verdad necesita una justificación, hay aquí una laguna en toda filosofía -¿a qué se debe? A qué el ideal ascético ha sido hasta ahora dueño de toda filosofía, a que la verdad misma fue puesta como ser, como Dios, como instancia suprema; a que a la verdad no le fue licito en absoluto ser problema. ¿Se entiende este “fue licito”? -Desde el instante en que la fe en Dios del ideal ascético es negada, hay también un muevo problema: el del valor de la verdad. La voluntad de verdad necesita una critica -con esto definimos nuestra tarea- el valor de la verdad debe ser puesto en entredicho alguna vez, por vía experimental... (A quien esto le parezca demasiado sucinto se le recomienda el apartado de La gaya ciencia titulado: “En que medida somos nosotros todavía piadosos”, pág. 260 y ss, mucho mejor aún, el libro quinto entero de la mencionada obra, así como el prólogo a Aurora.)
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¡No! No se me venga con la ciencia cuando yo busco el antagonista natural del ideal ascético, cuando pregunto: «¿dónde está la voluntad opuesta, en la que se exprese su ideal opuesto?» Ni de lejos se apoya en sí misma la ciencia lo suficiente como para poder ser esto, ella necesita primero, en todos los sentidos, un ideal del valor, un poder creador de valores, al servicio del cual le es lícito a ella creer en sí misma, - ella como tal no es nunca creadora de valores. Su relación con el ideal ascético no es ya en sí, de ningún modo, una relación antagonística; incluso representa más bien, en lo principal, la fuerza propulsara en la configuración interna de aquél. Su contradicción y su lucha, examinadas de modo más sutil, no apuntan de ningún modo al ideal
mismo, sino sólo a las avanzadas de éste, a su disfraz, a su juego de máscaras, a sus ocasionales endurecimiento, desecación, dogmatización -la ciencia devuelve la libertad a la vida que hay en el ideal ascético, negando lo exotérico en él. Ambos, ciencia e ideal ascético, se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno -ya di a entender esto-: a saber, sobre la misma fe en la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad, y por esto mismo son necesariamente aliados, - de modo que, en el supuesto de que se los combata, no se los puede combatir y poner en entredicho nunca más que de manera conjunta. Una apreciación del valor del ideal ascético trae consigo inevitablemente también una apreciación del valor de la ciencia: ¡ábranse los ojos y agúcense los oídos para percibir tal cosa en todos los tiempos! (El arte, dicho sea de manera anticipada, pues alguna vez volveré sobre el tema con más detenimiento, -el arte, en el cual precisamente la mentira se santifica, y la voluntad de engaño tiene a su favor la buena conciencia, se opone al ideal ascético mucho más radicalmente que la ciencia: así lo advirtió el instinto de Platón, el más grande enemigo del arte producido hasta ahora por Europa. Platón contra Homero: éste es el antagonismo total, genuino - de un lado el «allendista» con la mejor voluntad, el gran calumniador de la vida, de otro el involuntario divinizador de ésta, la áurea naturaleza. Una sujeción del artista al servicio del ideal ascético es por ello la más propia corrupción de aquel que pueda haber, y, por desgracia, una de las más frecuentes: pues nada es más corruptible que un artista.) También consideradas las cosas desde un punto de vista fisiológico descansa la ciencia sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento de la vida constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto, - los afectos enfriados, el tempo retardado, la dialéctica ocupando el lugar del instinto, la seriedad grabada en los rostros y los gestos (la seriedad, ese inequívoco indicio de un metabolismo más trabajoso, de una vida que lucha, que trabaja con más dificultad). Examinense las épocas de un pueblo en las que el hombre docto aparece en el primer plano: son épocas de cansancio, a menudo de crepúsculo, de decadencia, -la fuerza desbordante, la certeza vital, la certeza de futuro, han desaparecido. La preponderancia del mandarín no significa nunca algo bueno: como tampoco la aparición de la democracia, de los arbitrajes de paz en lugar de las guerras, de la igualdad de derechos de las mujeres, de la religión de la compasión y de todos los demás síntomas que hay de la vida declinante. (La ciencia concebida como problema; ¿qué significa ciencia? -véase sobre esto el prólogo a El nacimiento de la tragedia), - ¡No!, esta «ciencia moderna» -¡basta abrir los ojos!- es por el momento la mejor aliada del ideal ascético, ¡y lo es justo por ser la ciencia más inconsciente, más involuntario, más secreta y más
subterránea! Hasta ahora han jugado un mismo juego los «pobres de espíritu» y los adversarios científicos de aquel ideal (guardémonos de pensar, dicho sea de paso, que éstos sean la antítesis de aquéllos, algo así como los ricos de espíritu: -no lo son, yo los he denominado hécticos del espíritu). Esas famosas victorias de los últimos: indudablemente son victorias, - ¿pero sobre qué? El ideal ascético no fue vencido de ningún modo en ellas, antes bien se volvió más fuerte, es decir, más inaprensible, más espiritual, más capcioso, por el hecho de que, una y otra vez, la ciencia eliminó, derribó sin compasión un muro, un bastión que se había adosado a aquél y que había vuelto más grosero su aspecto. ¿Se piensa en serio que, por ejemplo, la derrota de la astronomía teológica fue una derrota de tal ideal?... ¿Es que acaso el hombre se ha vuelto menos necesitado de una solución allendista de su enigma del existir, por el hecho de que, a partir de entonces, ese existir aparezca ahora más gratuito aún, más arrinconado, más superfluo en el orden visible de las cosas? ¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el autoempequeñecimiento del hombre, su voluntad de autoempequeñecimiento? Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad, singularidad, insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres, - el hombre se ha convertido en un animal, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios («hijo de Dios», «hombre Dios»)... A partir de Copérnico el hombre parece haber caído en un plano inclinado, - rueda cada vez más rápido, alejándose del punto central - ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el «horadante sentimiento de su nada»?... ¡Bien!, éste precisamente sería el camino derecho -¿hacia el antiguo ideal?... Toda ciencia (y no sólo la astronomía, sobre cuyo humillante y degradador influjo hizo Kant una notable confesión, «ella aniquila mi importancia...»), toda ciencia, tanto la natural como la innatural -así llamo yo a la autocrítica del conocimiento- tiende hoy a disuadir al hombre del aprecio en que hasta ahora se tenía a sí mismo, como si tal aprecio no hubiera sido otra cosa que una extravagante presunción; incluso podría decirse que la ciencia pone su propio orgullo, su propia áspera forma de ataraxia estoica en mantener en pie en sí misma ese difícilmente conseguido autodesprecio del hombre, como su última y más seria reivindicación de aprecio (con razón, de hecho: pues quien desprecia es siempre todavía alguien que «no ha olvidado el apreciar... »). ¿Se trabaja en verdad así en contra del ideal ascético? ¿Acaso se piensa aún, con toda seriedad (como se imaginaron algún tiempo los teólogos), que, por ejemplo, la victoria de Kant sobre la dogmática de los conceptos teológicos («Dios», «alma», «libertad», «inmortalidad») ha demolido aquel ideal? -a este respecto nada debe importarnos por el momento si Kant mismo tuvo siquiera
el propósito de hacer algo de ese tipo. Lo cierto es que, a partir de Kant, los trascendentalistas de toda especie han tenido de nuevo ganada la partida, -se han emancipado de los teólogos: ¡qué felicidad! -Kant les ha descubierto un camino secreto en el que ahora les es lícito entregarse, con sus propios medios y con el mejor decoro científico, a los «deseos de su corazón». Asimismo: ¿quién podría tomar a mal ya a los agnósticos el que éstos, en cuanto veneradores de lo desconocido y misterioso en sí, adoren ahora como Dios el signo mismo de interrogación? (Xaver Doudan habla en una ocasión de los ravages producidos por l'habitude d'admirer l'inintelligible au lieu de rester tout simplement dans l'inconnu; él piensa que los antiguos habrían prescindido de ello). Suponiendo que nada de lo que el hombre «conoce» satisfaga sus deseos, sino que más bien los contradiga y espante, ¡qué divina escapatoria el que sea lícito buscar la culpa de ello no en el «desear», sino en el «conocer»!... «No existe ningún conocer: en consecuencia - existe Dios»: ¡qué nueva elegancia syllogismi, ¡qué triunfo del ideal ascético! -
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- ¿O es que acaso la historiografía moderna, en su totalidad, ha mostrado una actitud más cierta de vida, más cierta de ideal? Su pretensión más noble se reduce hoy a ser espejo: rechaza toda teleología; ya no quiere «demostrar» nada: desdeña el desempeñar el papel de juez, y tiene en ello su buen gusto, - ni afirma ni niega, hace constar, «describe»... Todo esto es ascético en alto grado; pero a la vez es, en un grado más alto todavía, nihilista, ¡no nos engañemos sobre este punto! Vemos una mirada triste, dura, pero resuelta, - un ojo que Mira a lo lejos, como mira a lo lejos un viajero del Polo Norte que se ha quedado aislado (¿tal vez para no mirar adentro?, ¿tal vez para no mirar atrás?...) Aquí hay nieve, aquí la vida ha enmudecido; las últimas cornejas cuya voz aquí se oye dicen: «¿Para qué?» «¡En vano!», «¡Nada!» - aquí ya no florece ni crece nada, a lo sumo metapolítica petersburguesa y «compasión» tolstoiana. Mas en lo que se refiere a esa otra especie de historiadores, una especie acaso «más moderna» aún, una especie gozadora, voluptuosa, que coquetea tanto con la vida como con el ideal ascético, que usa como guante la palabra «artista» y que hoy monopoliza totalmente la loa de la contemplación: ¡oh, qué sed tan grande de ascetas y de paisajes invernales provocan esos dulces ingeniosos! ¡No! ¡Que el diablo se lleve a ese pueblo «contemplativo»! ¡Prefiero con mucho caminar junto con aquellos nihilistas históricos a través de las más sombrías, grises v frías brumas! -más aún, en el
supuesto de que tuviera que elegir, no me habría de importar prestar oídos incluso a alguien del todo y en verdad ahistórico, antihistórico (como ese Dühring, con cuyos acentos se embriaga, en la Alemania actual, una especie hasta hoy todavía tímida, todavía inconfesada de «almas bellas», la species anarchistica dentro del proletariado culto). Cien veces peores son los «contemplativos»-: ¡yo no conozco nada que me cause más náusea que una de esas poltronas «objetivas», que uno de esos perfumados gozadores de la historia, medio curas, medio sátiros, parfum Renan, los cuales delatan ya, con el falsete agudo de su aplauso, qué es lo que les falta, en qué lugar les falta, en qué sitio ha manejado en este caso la Parca su cruel tijera, de un modo, ¡ay!, demasiado quirúrgico! Esto subleva mi gusto y también mi paciencia: conserve su paciencia ante tales visiones quien nada tenga que perder con ella, -a mí tal visión me exaspera, esos «espectadores» me enfurecen contra el «espectáculo» más aún que éste (la historia misma, entiéndaseme), sin querer me vienen a la mente, al contemplarlo, bromas anacreónticas. La naturaleza que dio al toro sus cuernos y al león el nvtnñdòms‹x, ¿para qué me dio a mí el pie?... Para pisotear, ¡por San Anacreonte!, y no sólo para huir: ¡para pisotear las poltronas apolilladas, la contemplación cobarde, el lascivo eunuquismo ante la historia, el coqueteo con ideales ascéticos, la tartufería de justicia, usada por la impotencia! ¡Todo mi respeto para el ideal ascético, en la medida en que sea honesto!, ¡mientras crea en sí mismo y no nos dé el chasco! Pero no soporto a todas esas chinches coquetas, cuya ambición es insaciable en punto a oler a infinito, hasta que por fin lo infinito acaba por oler a chinches; no soporto los sepulcros blanqueados que parodian la vida; no soporto a los fatigados y acabados que se envuelven en sabiduría y miran «objetivamente»; no soporto a los agitadores ataviados de héroes, que colocan el manto de invisibilidad del ideal en torno a ese manojo de paja que es su cabeza; no soporto a los artistas ambiciosos, que quisieran representar el papel de ascetas y de sacerdotes y que no son en el fondo más que trágicos bufones; tampoco soporto a ésos, a los recentísimos especuladores en idealismo, a los antisemitas, que hoy entornan sus ojos a la manera del hombre de bien cristiano-ario y que intentan excitar todos los elementos de animal cornudo propios del pueblo mediante un abuso, que acaba con toda paciencia, del medio más barato de agitación, la afectación moral (- el hecho de que en la Alemania actual no deje de obtener éxito toda especie de espíritus fraudulentos es algo que guarda relación con el deterioro poco a poco innegable y ya palpable del espíritu alemán, cuya causa yo la busco en una alimentación compuesta, con demasiada exclusividad, de periódicos, política, cervezas y música de Wagner, a lo que hay que añadir lo que constituye el
presupuesto de esa dieta: primero, la clausura y la vanidad nacionales, el fuerte, pero angosto principio de Deutschland, Deutschland über Alles, y después la paralysis agitans de las «ideas modernas»). Hoy Europa es rica e ingeniosa, sobre todo en punto a inventar estimulantes; parece que ninguna otra cosa necesita más que los «estimulantes», que el aguardiente: de aquí viene también la gigantesca falsificación en ideales, esos máximos aguardientes del espíritu, y asimismo el aire repugnante, maloliente, falaz y seudoalcohólico que se extiende por todas partes. Quisiera saber cuántos cargamentos de idealismo imitado, de atavíos de héroes y cencerreante hojalata de grandes palabras, cuántas toneladas de compasión azucarada y alcohólica (razón social: la religión de la souffrance) cuántas patas de palo de «noble indignación», para ayuda de los pies-planos del espíritu; cuántos comediantes del ideal moral-cristiano sería necesario exportar hoy fuera de Europa, para que de nuevo su aire volviese a tener un olor más limpio... Es evidente que esa superproducción abre una nueva posibilidad de comercio; es evidente que se puede hacer un nuevo «negocio» con pequeños ídolos del ideal y con los «idealistas» correspondientes -no se pase por alto esta clara alusión. ¿Quién tiene suficientes ánimos para ello? - ¡en nuestras manos está el «idealizar» la tierra entera!... Mas qué digo ánimos, aquí hace falta una sola cosa, precisamente la mano, una mano sin prevenciones, completamente libre de prevenciones...
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- ¡Basta! ¡Basta! Dejemos estas curiosidades y complejidades del espíritu más moderno, en las que hay igual número de cosas de que reír y de que enfadarse. Precisamente nuestro problema, el problema del significado del ideal ascético, puede prescindir de ellas. - ¡Qué tiene él que ver con el ayer y con el hoy! Esas cosas las abordaré con mayor profundidad y dureza en otro contexto (bajo el título Historia del nihilismo europeo; remito para ello a una obra que estoy preparando: La voluntad de poder. Ensayo de una transvaloración de todos los valores). Lo único que me interesa haber señalado aquí es esto: incluso en la esfera más espiritual el ideal ascético continúa teniendo por el momento una sola especie de verdaderos enemigos y damnificadores: los comediantes de ese ideal, - pues provocan desconfianza. En todos los demás lugares en que el espíritu trabaja hoy con rigor, con energía y sin falsedades, se abstiene ahora en todos ellos por completo del ideal -la expresión popular de esa abstinencia es «ateísmo»: descontada su voluntad de verdad. Pero esta voluntad, este resto de ideal, es, si se quiere
creerme, aquel ideal mismo en su formulación más rigurosa, más espiritual, aquel ideal vuelto total y completamente exotérico), despojado de todo aparejo exterior, y, en consecuencia, no es tanto el resto de aquel ideal cuanto su núcleo. El ateísmo incondicional y sincero (- y su aire es lo único que respiramos nosotros, los hombres más espirituales de esta época) no se encuentra, según esto, en contraposición a aquel ideal, como a primera vista parece; antes bien, es tan sólo una de sus últimas fases de desarrollo, una de sus formas finales y de sus consecuencias lógicas internas, - es la catástrofe, que impone respeto, de una bimilenaria educación para la verdad, educación que, al final, se prohíbe a sí misma la mentira que hay en el creer en Dios. (Este mismo proceso evolutivo se ha dado en la India, con total independencia, y, por tanto, demuestra algo: el mismo ideal forzando a la misma conclusión; el punto decisivo alcanzado cinco siglos antes de la era europea, con Buda, o, más exactamente: ya con la filosofía sankhya que luego Buda popularizó y convirtió en religión.) ¿Qué es aquello que, si preguntamos con todo rigor, ha alcanzado propiamente la victoria sobre el Dios cristiano? La respuesta se encuentra en mi libro La gaya ciencia: «La moralidad cristiana misma, el concepto de veracidad tomado en un sentido cada vez más riguroso, la sutilidad, propia de padres confesores, de la conciencia cristiana, traducida y sublimada en conciencia científica, en limpieza intelectual a cualquier precio. Considerar la naturaleza como si fuera una prueba de la bondad y de la protección de un Dios; interpretar la historia a honra de la razón divina, como permanente testimonio de un orden ético del mundo y de intenciones éticas últimas; interpretar las propias vivencias cual las han venido interpretando desde hace tanto tiempo los hombres piadosos, como si todo fuera una disposición, todo fuese un signo, todo estuviese pensado y dispuesto para la salvación del alma: ahora esto ha pasado ya, tiene en contra suya la conciencia, todos los espíritus más finos consideran esto indecoroso, deshonesto, lo consideran mentira, feminismo, debilidad, cobardía, -y precisamente en virtud de este rigor somos, si lo somos en virtud de algo, buenos europeos y herederos de la autosuperación más prolongada y más valerosa de Europa...» Todas las grandes cosas perecen a sus propias manos, por un acto de autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la «autosuperación» necesaria que existe en la esencia de la vida, - en el último momento siempre se le dice al legislador mismo: patere legem, quam ipse tulisti. Así es como pereció el cristianismo, en cuanto dogma, a manos de su propia moral; y así es como ahora también el cristianismo en cuanto moral tiene que perecer, - nosotros nos encontramos en el umbral de este acontecimiento. Después de que la veracidad cristiana ha sacado una tras otra
sus conclusiones, saca al final su conclusión más fuerte, su conclusión contra sí misma; y esto sucede cuando plantea la pregunta «¿qué significa toda voluntad de verdad?»... Y aquí toco yo de nuevo mi problema, nuestro problema, amigos míos desconocidos pues todavía no sé de ningún amigo): ¿qué sentido tendría nuestro ser todo, a no ser el de que en nosotros aquella voluntad de verdad cobre conciencia de sí misma como problema?... Este hecho de que la voluntad de verdad cobre consciencia de sí hace perecer de ahora en adelante -no cabe ninguna duda- la moral: ese gran espectáculo en cien actos, que permanece reservado a los dos próximos siglos de Europa, el más terrible, el más problemático, y acaso también el más esperanzador de todos los espectáculos...
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Si prescindimos del ideal ascético, entonces el hombre, el animal hombre, no ha tenido hasta ahora ningún sentido. Su existencia sobre la tierra no ha albergado ninguna meta; «¿para qué en absoluto el hombre?» -ha sido una pregunta sin respuesta; faltaba la voluntad de hombre y de tierra; ¡detrás de todo gran destino humano resonaba como estribillo un «en vano» todavía más fuerte! Pues justamente esto es lo que significa el ideal ascético: que algo faltaba, que un vacío inmenso rodeaba al hombre, - éste no sabía justificarse, explicarse, afirmarse a sí mismo, sufría del problema de su sentido. Sufría también por otras causas, en lo principal era un animal enfermizo: pero su problema no era el sufrimiento mismo, sino el que faltase la respuesta al grito de la pregunta: «¿para qué sufrir?» El hombre, el animal más valiente y más acostumbrado a sufrir, no niega en sí el sufrimiento: lo quiere, lo busca incluso, presuponiendo que se le muestre un sentido del mismo, un para-esto del sufrimiento. La falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida sobre la humanidad, - ¡y el ideal ascético ofreció a ésta un sentido! Fue hasta ahora el único sentido; algún sentido es mejor que ningún sentido; el ideal ascético ha sido, en todos los aspectos, el faute de mieux par excellence habido hasta el momento. En él el sufrimiento aparecía interpretado; el inmenso vacío parecía colmado; la puerta se cerraba ante todo nihilismo suicida. La interpretación -no cabe dudarlo- traía consigo un nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo, más venenoso, más devorador de vida: situaba todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa... Mas, a pesar de todo ello, - el hombre quedaba así salvado, tenía un sentido, en adelante no era ya como una hoja al viento, como una pelota del
absurdo, del «sin-sentido», ahora podía querer algo, por el momento era indiferente lo que quisiera, para qué lo quisiera y con qué lo quisiera: la voluntad misma estaba salvada. No podemos ocultarnos a fin de cuentas qué es lo que expresa propiamente todo aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza, ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo - ¡todo eso significa, atrevámonos a comprenderlo, una voluntad de la nada, una aversión contra la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida, pero es, y no deja de ser, una voluntad!... Y repitiendo al final lo que dije al principio: el hombre prefiere querer la nada a no querer...
Friedrich Nietzsche Trad. Sánchez Pascual. Alianza Editorial

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