miércoles, 17 de noviembre de 2010

RENOVACION. EL PROBLEMA Y EL METODO

I
RENOVACION.
EL PROBLEMA Y EL METODO

Renovación es el clamor general en nuestro atribulado presente, y lo es en todo el ámbito de la cultura europea. La guerra que desde 1914 la ha asolado y desde 1918 se ha limitado a preferir, el lugar de los medios militares de coacción, esos otros “más finos” de las torturas espirituales y las penurias económicas moralmente degradantes, ha puesto al descubierto la intima falta de verdad, el sin sentido de esta cultura. Justo este descubrimiento significa que la autentica fuerza impulsora de la cultura europea se ha agotado. Una nación, una colectividad humana vive y crea en la plenitud de su fuerza cuando la impulsa la fe en si misma y en el buen sentido y la belleza de su vida cultural; o sea, cuando no se contenta con vivir sino que vive de cara a una grandeza que vislumbra, y encuentra satisfacción en su éxito progresivo por traer a la realidad valores auténticos y cada vez mas altos. Ser un miembro digno de tal colectividad humana, trabajar junto con otros en favor de una cultura de este orden, contribuir a sus mas sublimes valores, he aquí la dicha de quienes practican la virtud, la dicha que los eleva por sobre sus preocupaciones y desgracias individuales.
Esta fe que nos movió a nosotros y a nuestros padres, y que se transmitió a las naciones que, como la japonesa, solo muy recientemente se vincularon a la tarea de la cultura europea, es la que hemos perdido, la que partes enteras de nuestro pueblo han perdido.
Si antes de la guerra ya se tambaleaba, hoy se ha derrumbado por completo. Tal es el hecho ante el que, como hombres libres, nos encontramos. El debe determinar nuestra praxis.
Y por ello decimos: algo nuevo tiene que suceder, tiene que suceder en nosotros y por medio de nosotros, por medio de nosotros como miembros de la humanidad que vive en este mundo, que da forma a este mundo, como también el nos da forma a nosotros. ¿O es que acaso hemos de aguardar a ver si esta cultura sana por si sola en el juego azaroso entre fuerzas creadoras y destructoras de valores? ¿Asistiremos acaso a “la decadencia de occidente” como a un fatum que pasa sobre nuestras cabezas? Este fatum solo existe si pasivamente lo contemplamos…, si pasivamente pudiéramos contemplarlo. Pero ni siquiera quienes nos lo pregonan pueden así hacer.
Somos seres humanos, como sujetos de voluntad libre, que intervienen activamente en el mundo que los rodea, que constantemente contribuyen a configurarlo. Querámoslo o no, hagámoslo bien o mal, es así como actuamos. ¿Y es que no podemos actuar también de modo racional, es que la racionalidad y la virtud no caen bajo nuestro poder?
“Quimeras, fines quiméricos”, objetaran los pesimistas y los partidarios de la Realpolitik. Si ya para el individuo es un ideal inalcanzable el dar a su vida individual la forma de una vida en la razón, ¿Cómo podemos nosotros pretender algo así para la vida colectiva, para la vida nacional, incluso para la de toda la humanidad occidental?
Ahora bien, ¿Qué diríamos nosotros a un ser humano que en vista de lo inalcanzable del ideal ético renunciase al fin moral y no hiciese suyo el combate moral? Nosotros sabemos que este combate moral, en la medida en que es serio y es continuado, tiene en toda circunstancia un significado generador de valores; que incluso por si solo el combate moral eleva la personalidad de quien en el se debate, al nivel de la verdadera humanidad.
¿Quién negara, sobre ello, la posibilidad de un progreso ético continuado bajo la guía del ideal de la razón?
Pues esto mismo es lo que no nos esta permitido dar por imposible “a propósito de los seres humanos a gran escala”, de las colectividades humanas mas grandes y de las máximamente grandes. Sin dejarnos extraviar por un pesimismo pusilánime ni por un “realismo” carente de ideales, admitiremos su posibilidad sin ningún reparo. Y tendremos que reconocer como una exigencia ética absoluta la misma actitud de combate en orden a una humanidad mejor y a una cultura auténticamente humana.
Así es como se expresa por anticipado un sentimiento natural que hunde sus raíces, patentemente, en aquella analogía platónica entre el individuo y la colectividad. Esta analogía no es en modo alguno, sin embargo, una excelsa ocurrencia de uno de esos filósofos que se remontan muy por encima del pensar natural o que llegan incluso a desvariara en las alturas. Al contrario, la analogía individuo-colectiva no es más que la expresión de una apercepción cotidiana que surge con naturalidad de situaciones reales de la vida humana. En su naturalidad la analogía se revela también, una y otra vez, como la instancia determinante de, por ejemplo, casi todos los juicios de valor relativos a la política nacional y mundial, y como motivo de las correspondientes conductas. Ahora bien, ¿son acaso apercepciones naturales de este género y las tomas de postura emotivas que se basan en ellas, un fundamento suficiente para reformas racionales de la colectividad? ¿y lo serán también para la mayor de todas las reformas, la que debe renovar radicalmente toda una civilización como la europea? La fe que nos embarga es que a nuestra cultura no le es dado conformarse; es la fe de que la cultura puede y debe ser reformada por la razón del hombre y por la voluntad del hombre. Ciertamente que una fe así sólo es capaz de “mover montañas” en la realidad, no en la pura fantasía, si se transforma en pensamientos sobrios dotados de evidencia racional, y si éstos prestan plena determinación y claridad a la esencia y a la posibilidad de la meta que se persigue y de los métodos llamados a hacerla realidad. De suerte que la fe en cuestión alcance con ello a darse a sí misma, por vez primera, el fundamento de su propia justificación racional.
Sólo esta claridad intelectual puede convocar a un trabajo gozoso; sólo ella puede transmitir a la voluntad la resolución y la fuerza imperativa para una acción liberadora; sólo este conocimiento puede devenir en sólido patrimonio común, de modo que finalmente, por obras de miles y miles de convencidos de la racionalidad de la empresa, las montañas se muevan; es decir, el movimiento de renovación que se limitaba a latir emotivamente se transforme en el proceso mismo de la renovación.
Pero la claridad de que se trata no es absoluto fácil de lograr. Ni el pesimismo escéptico antes mencionado, ni la desvergüenza de la sofística política que tan fatalmente domina nuestro tiempo, y que se vale del discurso de la ética social sólo como disfraz de los fines egoístas de un nacionalismo totalmente pervertido, serían posibles si los conceptos que acerca de la colectividad
surgen de una manera natural no estuvieran, pese a su naturalidad, afectados de horizontes de oscuridad, de mediaciones que se enredan y ocultan entre sí, y cuyo discernimiento clarificador excede con mucho las fuerzas de un pensamiento no formado. Sólo la ciencia estricta puede aportar aquí métodos seguros y resultados firmes; sólo ella puede proporcionar el trabajo teórico previo del que depende la reforma racional de la cultura.
Nos hallamos, pues, en grave encrucijada. Pues en vano buscamos la ciencia que habría de servirnos. En ellos nos va lo mismo que en las restantes dimensiones de la praxis colectiva, si es que queremos fundar la conciencia, con verdadero conocimiento de causa, nuestros juicios acerca de la realidad político-social, acerca de la política exterior, de la política nacional. Volvemos entonces la vista hacia alguna enseñanza científica que en el convulso mundo del vivir colectivo y sus destinos pudiera librarnos del estadio primitivo de las representaciones y acciones instintivas, confusamente heredadas. Nuestra época abunda en ciencias magníficas y rigurosas. Tenemos las ciencias naturales “exactas” y, por medio de ellas, la tan admirada técnica aplicada a la naturaleza que ha dado a la civilización moderna su agresiva superioridad, aunque también nos haya traído perjuicios muy lamentados. Pero sea como quiera de esta cuestión, la ciencia sí ha hecho posible en la esfera técnico-natural de la acción humana una verdadera racionalidad práctica y ha proporcionado el ejemplo modélico de cómo la ciencia en general debe convertirse en luz de la praxis. En cambio, una ciencia racional del hombre y de la colectividad humana, que diese fundamento a una racionalidad de la acción social y política y a una técnica política racional, es cosa que falta por completo.
Lo mismo vale también a propósito de los problemas de la renovación, que tanto nos interesan. Caracterizado con mayor precisión, nos falta la ciencia que en relación con la idea de hombre (y por tanto, con el par de ideas inseparables a priori” hombre individual-comunidad”) hubiese acometido lo que matemática pura de la naturaleza acometió en relación con la idea de la naturaleza y en sus capítulos fundamentales ha conseguido realizar ya. Así como esta última idea, “naturaleza en general como forma genérica”, engloba la universitas de las ciencias naturales, así la idea del ser espiritual, y en particular la del ser racional, la del hombre, engloba la universitas de todas las ciencias del espíritu, en especial la de todas las ciencias humanas. Del lado de la primera tenemos la siguiente situación: mientras la matemática de la naturaleza despliega en sus disciplinas aprióricas sobre el tiempo y el espacio, sobre el movimiento y las fuerzas motrices, las necesidades aprióricas que encierran tales componentes de esencia de una naturaleza en general (natura formaliter spectata), su aplicación a la facticidad de la naturaleza que está dada hace posible ciencias naturales empíricas con métodos racionales, o sea, matemáticos. La matemática proporciona, pues, con su apriori los principios de la racionalización de lo empírico.
Del otro lado tenemos múltiples y fecundas ciencias referidas al reino del espíritu, al reino de la condición humana; pero son ciencias enteramente empíricas y “meramente” empíricas. La ingente multitud de hechos que se ordenan temporal, morfológica, inductivamente, o bien desde puntos de vista prácticos, queda en ella sin ningún vínculo de racionalidad de principio. Falta aquí, justamente, la ciencia apriórica paralela, la mathesis del espíritu y la condición humana, por así decir. Falta el sistema científicamente desarrollado
de verdades “aprióricas” puramente racionales que arraigan en la “esencia” del hombre y que, como logos puro del método, introducirían en la empiria de las ciencias del espíritu la racionalidad teórica en un sentido semejante al de las ciencias naturales, y en sentido semejante harían posible la explicación racional de los hechos empíricos; igual, pues, a cómo la matemática pura de la naturaleza ha hecho posible la ciencia empírica de la naturaleza como ciencia teorizada en sentido matemático y por ello racionalmente explicativa.
Ciertamente que por el lado de las ciencias del espíritu no se trata, como la naturaleza, de mera “explicación” racional. Aquí hace aparición otra forma enteramente peculiar de racionalización de lo empírico, a saber: el enjuiciamiento normativo de acuerdo con normas generales que pertenecen a la esencia apriórica de la condición humana” racional”, y la dirección de la propia praxis fáctica de acuerdo con tales normas, las cuales incluyen las normas racionales de la propia dirección práctica.
Las situaciones son en ambos lados fundamentalmente distintas y lo son por razón de la índole diversa de las realidades espirituales y naturales. De aquí el que las formas que adoptan las racionalizaciones de lo empírico que son en ambos casos exigibles, de nada estén tan lejos como de tener uno y el mismo estilo. Bueno será por ello clarificar a continuación este punto con un breve contraste entre ambas formas, a fin de que nuestros ulteriores análisis no se vean obstaculizados por prejuicios naturalistas, y a fin también de poder aproximarnos a la especificidad metódica de la ciencia de que carecemos- como anticipábamos- y a la que estos análisis aspiran.
La naturaleza es por esencia mera existencia fáctica y, así, hecho de la mera experiencia externa. Un examen de principio de la naturaleza en general conduce a priori sólo a una racionalidad de exterioridades; es decir, a leyes de esencia relativas a la forma espacio-temporal y, sobre ellas, sólo a la necesidad de una ordenación regular de exactitud inductiva de lo que se extiende en el espacio-tiempo – lo que solemos designar simplemente como orden de legalidad “casual”.
Frente a ello hay en el sentido específico de lo espiritual formas enteramente distintas, determinaciones generalísimas de la esencia de las realidades individuales y de las formas esenciales de enlace entre ellas, que son enteramente distintas. Abstracción hecha de que la forma espacio-temporal tiene en el reino del espíritu (por ejemplo en la historia) un sentido esencialmente distinto del que tiene en la naturaleza física, hay que hacer referencia a que cada realidad espiritual individual posee su intimidad, una “vida de conciencia” cerrados sobre sí y referida a un “yo”, como un polo, por así decir, que centra todos los actos individuales de conciencia, con lo cual estos actos entran en conexiones de “motivación”.
Además las realidades individuales, separadas, y respectivamente sus sujetos-yo, entran en relaciones de comprensión mutua (“empatía”). Mediante actos “sociales” de conciencia, los sujetos instituyen (mediata o inmediatamente) una forma enteramente nueva de enlazarse las realidades, a saber: la forma de la colectividad, que se unifica espiritualmente por medio de momentos íntimos, por medio de actos y de motivaciones intersubjetivos
Y una cuestión más de la máxima importancia. A los actos y a sus motivaciones pertenecen diferencias relativas a la razón y a la sinrazón diferencias entre el pensar, el valorar y el querer “correctos”, y el pensar, el valorar y el querer “incorrectos”.
Es ahora cuando también podemos observar, ciertamente, a las realidades espirituales en relaciones de exterioridad en un cierto sentido- a saber, como su segunda naturaleza-: la conciencia como un anexo externo de las realidades físicas (a la somaticidad); hombres y animales, como meros sucesos en el espacio, “en” la naturaleza. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre por esencia en la naturaleza física, las regularidades inductivas que lleguen a ofrecerse por esta vía no son ya indicios de leyes exactas, de leyes que determinen la “naturaleza” objetivamente verdadera de estas realidades; o sea, que la determinen con verdad racional según su índole propia. Dicho en otras palabras: aquí donde la esencia peculiar de lo espiritual se manifiesta en la intimidad de la vida de conciencia, no cabe por vía causal-inductiva ninguna explicación racional de ella, y esto por razones a priori (de suerte que resulta absurdo buscarla, al modo de nuestra psicología naturalista). Con vistas a la racionalización efectiva de lo empírico se requiere- en el casó del espíritu igual que en el de la naturaleza- justamente un retroceso a las leyes de esencia que dan la pauta, un retroceso a lo específico del espíritu en cuanto mundo interior. Pero a las figuras de la conciencia y de la motivación delineadas en la esencia del espíritu humano como posibles a priori pertenecen asimismo las figuras normativas de la “razón”; y existe a priori además de la posibilidad de pensarlas libremente en general, y de determinarse a uno mismo en la práctica y con generalidad de acuerdo con leyes normativas aprióricas reconocidas por uno mismo. Según esto, y como ya se anticipó, encontramos en el reino del espíritu humano, y a diferencia de la naturaleza, no sólo la llamada construcción de juicios “teóricos” en sentido específico, como juicios que incumben a “meras cuestiones de hecho” (matter of fact). Y encontramos en correspondencia con ello no sólo las tareas de una racionalización de estos hechos mediante las llamadas “teorías explicativas” y de acuerdo con una disciplina a priórica que investigue la esencia del espíritu en su pura objetividad. Más bien aparece una forma enteramente de enjuiciamiento y racionalización de todo lo espiritual, a saber: la que procede según normas, según disciplinas a prióricas normativas de la razón, de la razón lógica, de la razón estimativa y de la razón práctica. A esta razón que enjuicia la sigue in praxi- o puede libremente seguirla- el sujeto que conoce la norma y que, basándose en ella, actúa libremente. Así, pues, en la esfera del espíritu quedan aún, un efecto, las tareas propias de una dirección racional de la praxis, o sea, las de una forma, pero nueva de posible racionalización de los hechos espirituales sobre fundamento científico, a saber: mediante una disciplina apriórica previa que verse sobre las normas de dirección racional de la praxis.
Si volvemos ahora sobre nuestro problema propio, hay que advertir con evidencia que las ciencias humanas meramente empíricas que ya existen (como nuestras ciencias históricas de la cultura, o incluso la moderna psicología meramente inductiva), nada pueden ofrecernos, en efecto, de lo que, aspirando a la renovación, necesitamos. Y que en verdad sólo a esa ciencia apriórica de la esencia del espíritu humano- si existiera- podríamos considerarla una ayuda desde la razón. Establecemos primeramente que las ciencias de meros hechos están para nosotros descartadas de antemano. Ciertamente que las cuestiones que nos planteamos acerca de la renovación guardan relación con meras facticidades, pues atañen a la cultura del presente y en especial al círculo de la cultura europea. Pero aquí los hechos, al ser valorados, son enjuiciados, son sometidos a una normativa de la razón; aquí se
hace cuestión de cómo una reforma de esta vida cultural carente de valor puede guiarla hacia una vida en la razón; aquí cada meditación en profundidad conduce a cuestiones de principio de la razón práctica, que con generalidad de esencia y puramente formal conciernen al individuo y a la colectividad y a la vida racional de la colectividad; una generalidad ésta que deja muy atrás toda facticidad empírica, todos los conceptos contingentes.
No son precisas demasiadas palabras para justificar estas afirmaciones y para hacer patente que precisamente esa ciencia de la esencia del hombre sería la que necesitaríamos como ayuda.
Si pronunciamos un juicio reprobatorio sobre nuestra cultura, o sea, sobre la cultura con que nuestra humanidad se cultiva a sí misma y cultiva el mundo que rodea, ello implica que creemos en una “buena” humanidad como posibilidad ideal. Encerrada en nuestro juicio, yace implícita la creencia en una “verdadera y auténtica” humanidad como idea objetivamente válida conforme a cuyo sentido ha de reformarse la cultura que existe de hecho; y tal ha de ser, obviamente, la meta de nuestros afanes reformadores. Las primeras meditaciones deberían en consecuencia perseguir un esbozo claro de esta idea. Comoquiera que nosotros no transitamos por el camino de fantasía de la utopía, como quiera que apuntamos más bien a la sobria verdad objetiva, el esbozo debe adoptar la forma de una determinación; y las posibilidades de realización de está idea deberían así mismo sopesarse con rigor científico, primeramente a priori como puras posibilidades de esencia. Que figuras particulares y sujetas a norma serían necesarias en el seno de una humanidad conforme a la idea de la auténtica humanitas, tanto en lo que hace a las personas individuales que la constituyan como miembros de la colectividad, cuanto en lo que toca a los distintos tipos de asociaciones entre ellas, de instituciones colectivas, de actividades culturales, etc. Todo esto formaría parte del análisis científico de esencia de la idea de una humanidad racional o auténtica humanidad, y se ramificaría en múltiples investigaciones particulares.
Ya una somera reflexión pone en claro que la índole entera de las investigaciones necesarias en función de nuestro interés, como también en sus temas particulares, están determinados de antemano, en efecto, por estructuras genérico-formales que nuestra cultura compartiría, por sobre todas sus facticidades con otras infinitas culturas idealmente posibles. Todos los conceptos con que topa una investigación que penetra en las profundidades –que va a los principios-, tienen generalidad apriórica, formal en un buen sentido del término. Así, el concepto de hombre en general como ser racional, el concepto de miembro en una colectividad, el de la propia colectividad, y no menos todos los conceptos de comunidades particulares: familia, pueblo, Estado, etc., y sus figuras normativas: ciencia, arte, religión,”verdaderas”, “autenticas”.
La sede originaria y clásica de la investigación pura de esencia y de la correspondiente abstracción de esencia (abstracción de conceptos “puros”, “aprióricos”) es la matemática, pero tal forma de investigar y tal método en modo alguno están ligados en exclusiva a la matemática. Por poco habitual que nos resulte practicar tal modo de abstracción en la esfera del espíritu e indagar en ella su apriori: las necesidades de esencia del espíritu y de la razón, sin duda es igual de posible hacerlo aquí que allí. Es más con frecuencia nos movemos en el interior de este apriori, sólo que no de manera consciente y metódica. Pues siempre que nos vemos llevados a consideraciones de
principio, nuestra mirada cae por sí misma sólo sobre la forma pura. La abstracción metódica. Consiste del contenido empírico de los correspondientes conceptos, su articulación consiste como conceptos “puros”, podrá no tener lugar, pero en nuestra actividad de pensamiento ese contenido empírico no desempeña ya ninguna función que sea comotivadora. Si se medita sobre la colectividad en general, sobre el Estado o el pueblo en general, o también sobre los seres humanos, sobre los ciudadanos, y nociones similares, y sobre lo que en tales generalidades constituye “ lo auténtico” , lo racional, quedan entonces indeterminadas y son “libremente variables”, claro está, todas las diferencias fáctico- empíricas relativo al cuerpo o al espíritu, a las circunstancias concretas de la vida en la Tierra, etc.; en el mismo sentido en que se quedan indeterminadas las propiedades concretas y los anexos empíricos contingentes de las unidades que entran en la consideración ideal del aritmético, o los de las magnitudes que los hacen en la consideración del algebrista. Que el hombre tenga empíricamente órganos perceptivos articulados de esta o de aquella manera, ojos, oídos, etc., y dos o x ojos, y tales o cuales órganos de locomoción, piernas o alas, etc., todo ello está fuera de la cuestión en consideraciones de principio como las relativas, por ejemplo, a la razón pura, y permanece abierto –indeterminado. Sólo ciertas formas de la corporalidad y de la espiritualidad anímica están presupuestas y caen bajo la mirada. Ponerlas de manifiesto en su necesidad a priori y fijarlas conceptualmente, sí es cosa de la investigación científica de esencia emprendida concientemente. Lo cual vale a propósito de todo el sistema conceptual ramificado en múltiples direcciones, que atraviesa, como andamiaje formal, todo pesar propio de las ciencias del espíritu, y en especial las investigaciones de estilo normativo que nos planteamos.
Ahora bien, si la ciencia apriórica de las formas y leyes de esencia del espíritu, y de la espiritualidad racional-que es lo que sobre todo nos interesa-, no ha sido todavía elaborada sistemáticamente, y así, en orden a dar fundamento racional a nuestro afán de renovación, tampoco podemos sacar esa ciencia de los tesoros cognoscitivos de que hoy disponemos… ¿qué podemos entonces hacer? ¿hemos acaso de comportarnos como en la praxis política, como al ser convocados a urnas en calidad de ciudadanos? ¿hemos de juzgar sólo por instinto y por “olfato”, según conjeturas genéricas orientativas? Esto puede tener plena justificación cuando la hora presente urge a una decisión, y cuando en esta misma hora la acción se consuma. Pero en nuestro caso, en que nos cuidamos de algo temporalmente infinito y de lo eterno en el tiempo, cual es el futuro de la Humanidad y el proceso de devenir humanidad auténtica, de la que nosotros sí nos sentimos responsables… Y para nosotros que, como educados en la ciencia, sabemos asimismo que sólo la ciencia funda decisiones racionales definitivas y sólo ella puede ser la autoridad que las haga finalmente prevalecer… en nuestro caso, para nosotros, no puede haber duda de dónde se encuentra nuestro deber. Lo que procede es ponerse uno mismo a la búsqueda de los caminos científicos que, por desgracia, ninguna ciencia precedente ha allanado y empezar seriamente por los prolegómenos metódicos y de análisis de problemas, por los cursos de pensamientos preparatorios de toda índole que se revelan como exigencias iniciales.
En este sentido, las consideraciones hasta ahora desarrolladas son ya tales prolegómenos preparatorios de la ciencia que buscamos, y no carentes- así lo esperamos- de utilidad. No carecen de utilidad, sobre todo por habernos
mostrado en perspectiva metódica que únicamente un modo de consideración, que se deja describir como consideración de esencia, puede ser verdaderamente fructífero; y que únicamente este modo puede despejar el camino a una ciencia racional no sólo de la condición humana en general, sino también de su “renovación” pertenece con necesidad de esencia al desarrollo del hombre y de la colectividad humana hacia la humanidad verdadera, resulta que la fundamentación de esta ciencia sería el presupuesto necesario de la renovación efectiva; sería incluso un primer comienzo de su entrada en escena. Con todo, en su preparación lo único que ahora, en primer lugar, podemos proponernos.
En el próximo artículo queremos atrevernos a seguir una serie de líneas principales de pensamiento que atañen a la idea de la humanidad auténtica y de la renovación. Llevadas a cabo con la plena conciencia de ser una actitud dirigida a la esencia, han de mostrar con mayor determinación cómo concebimos nosotros, en su sobria y por ello apriórica cientificidad, los comienzos – comienzos tentativos- de las investigaciones sobre la cultura en la esfera normativa (ético-social). En nuestra circunstancia científica, el interés debe enderezarse ante todo a la problemática y el método.
II
EL MÉTODO DE
LA INVESRIGACION DE ESENCIA
Por investigación de esencia entendemos el ejercicio puro y consecuente del método de intuición de ideas y de conocimiento predicativo de ideas – también denominado conocimiento apriórico-, método que ya Sócrates-Platón indujeron en la ciencia. Estamos muy lejos, sin embargo, de asumir ninguna de las interpretaciones filosóficas del mismo, cargando con algunas de las herencias metafísicas, sean platónicas o posplatónicas, en que los conceptos de “idea” y de apriori están históricamente presos. En la práctica todos conocemos el apriori por la matemática pura. Todos conocemos – y apreciamos- el modo matemático de pensar con anterioridad a las interpretaciones subsiguientes metafísicas o empiristas, que en nada afectan a la esencia peculiar del proceder metódico como tal.
Por este proceder se orienta nuestro concepto de apriori. Dicho en términos de completa generalidad, nosotros podemos dar a toda realidad de la que tenemos experiencia, como también a toda realidad fingida en la libre intuición de la fantasía, en suma a todo lo “empírico”, el mismo tratamiento que el matemático “puro” pone en práctica en relación con todos los cuerpos empíricos, figuras espaciales, magnitudes temporales, movimientos, del que él se sirve en su actividad de pensamiento (para así, del mismo modo, ascender también a su apriori).
Pero tal es el caso de manera especial allí donde el matemático produce “originariamente” sus pensamientos, y ante todo sus conceptos elementales como el material primitivo de todas sus construcciones conceptúales. Es decir, allí donde él “se pone en claro” estos conceptos, o lo que es igual, donde se retrotrae de la compresión verbal vacía a los auténticos conceptos “originarios”. En todo este proceso – y ello es una característica fundamental de todo pensar “apriórico” --, el matemático se abstiene por principio de cualquier juicio acerca de la realidad efectiva. Ciertamente que realidades de la experiencia pueden servirle en su proceder, pero no es a título de realidades como le sirven, ni ellas tienen ante é valor de tales. Ante él tienen sólo el valor de ejemplos arbitrarios, que han de modificarse arbitrariamente en la libre fantasía; para lo cual podrían servirle igual de bien realidades sacadas de la fantasía, como de hecho ocurre normalmente. La esfera temática del pensar matemático puro no es la naturaleza real, sino una naturaleza posible en general; lo cual quiere decir una naturaleza que ha de poder ser representable en sentido congruente en general. La libertad de la matemática es la libertad de la fantasía pura y del pensar puro en la fantasía. Y la rígida sujeción a las leyes de la matemática no es más que la sujeción que pertenece a este mismo pensar en la fantasía, a saber: en todas las configuraciones que la fantasía matemática finge caprichosamente, ésta se obliga a sí misma, con voluntad consecuente, a conservar a lo sucesivo en sentido idéntico lo que ha sido objeto de una primera posición como realidad fingida.
Desarrollado con algo más de detalle, el sentido de esta autonormatividad del pensar puro en la fantasía es el siguiente. Pensar matemáticamente (y así, pensar aprióricamente en general) no significa entregarse lúdicamente a un recorrido calidoscópico por ocurrencias inconexas, sino que significa: engendrar figuras fantaseando, hacerlas objeto de posición como realidades posibles y conservarlas en adelante en su identidad. Lo que implica permitirse variaciones caprichosas en la fantasía sólo en aquellas direcciones que pueden hacer responsable y reconocible como la misma realidad posible y como una compatible con todas las restantes posiciones, a la que fue objeto de una primera posición congruente en la fantasía. En este sentido, la matemática no se ocupa de espacios reales, cuerpos reales, superficies reales, etc., como los de la realidad fáctica de la naturaleza, sino que se ocupa de espacios, de cuerpos, de superficies representables en general y por ello pensables de modo congruente, o sea, de aquellos q son “posibles idealiter”. Tal pensar puro en la fantasía no depende, sin embargo, de las posibilidades singulares, contingentes, que la fantasía haya dado en configurar. Por mediación de éstas, el pensar puro asciende, en el pensamiento general de esencia y originariamente en la intuición general de esencia, a las “ideas” puras o “esencias” y las “leyes de esencia“. Desde aquí progresa a si vez a los teoremas mediatos, que ha de mostrar en deducción intuitiva, y se franquea en el paso al reino infinito de la teoría matemática. Los conceptos fundamentales que el matemático engendra originariamente en intuición general son generalidades puras, intuidas directamente sobre las individualidades fantaseadas; sobre la base de la libre variación de estas individualidades, las generalidades se destacan como el sentido general idéntico que las atraviesa y que en ellas se individualiza ( la methesis platónica en su intuición originaria).

No hay comentarios:

Publicar un comentario