miércoles, 17 de noviembre de 2010

CONOCIMIENTO E INTERÉS Jürgen Habermas

CONOCIMIENTO E INTERÉS
Jürgen Habermas
en Ciencia y técnica como ideología, Ed. Tecnos, Madrid.
I
Durante el semestre de verano de 1802, pronunció Schelling en Jena sus lecciones sobre el método del estudio académico. Enfáticamente renovó, en el lenguaje del idealismo alemán, aquel concepto de teoría que, desde sus comienzos, había determinado la tradición de la gran filosofía. ìEl horror a la especulación, el ostensible abandono de lo teórico por lo meramente práctico produce necesariamente en el obrar la misma banalidad que en el saber. El estudio de una filosofía rigurosamente teórica nos familiariza del modo más inmediato con ideas, y solamente las ideas prestan al obrar impronta y significado moral.î Sólo puede orientar verazmente en el obrar el conocimiento que se ha liberado de los meros intereses y se ha instalado en las ideas, adoptando cabalmente una actitud teórica.
La palabra ìteoríaî se remonta a orígenes religiosos: theoros se llamaba el representante que las ciudades griegas enviaban a los festivales públicos. En la teoría, vale decir, contemplando, se enajena el mensajero ante el sacro acontecer. En el uso filosófico del lenguaje la teoría se transforma en perspectiva del cosmos. Como contemplación del cosmos, la teoría presupone haber trazado ya, de antemano, la frontera entre ser y tiempo que, con el Poema de Parménides funda la ontología y retorna en el Timeo, de Platón: ella reserva para el logos un ente depurado de inestabilidad e incertidumbre y deja a la doxa el reino de lo perecedero. Pero, cuando el filósofo contempla el orden inmortal, no puede menos de asimilarse él mismo a la medida del cosmos, imitar a éste en su interior. A las proporciones que contempla, tanto en los movimientos de la naturaleza como en la sucesión armónica de la música, procura darles personal expresión; se forja a sí mismo por mímesis. La teoría induce a la asimilación del alma al movimiento ordenado del cosmos en la praxis de la vida: la teoría acuña en la vida su forma, se refleja en la actitud de aquel que se somete a su disciplina, en el ethos.
Este concepto de la teoría y de una vida en la teoría ha determinado a la filosofía desde sus comienzos. A la separación entre teoría en el sentido de esta tradición y teoría en el sentido de la crítica ha consagrado Max Horkheimer una de sus más relevante investigaciones. Hoy, casi después de una generación, reanudo yo este tema, remitiéndome a una disertación de Husserl que apareció aproximadamente por el mismo tiempo. Husserl se dejó guiar entonces precisamente por aquel concepto de teoría al que Horkheimer contrapuso el de teoría crítica. Husserl no trata de la crisis en las ciencias, sino de la crisis de la ciencia como ciencia, puesto que ìen nuestra penuria vital esta ciencia no tiene nada que decirnosî. Sin vacilaciones, como casi todos los filósofos que le precedieron, toma Husserl por medida de su crítica una idea de conocimiento que preserva aquella conexión
platónica de la teoría pura con la praxis de la vida. No es el contenido informativo de las teorías, sino la formación de un hábito reflexivo e ilustrado en los teóricos mismo lo que produce en definitiva una cultura científica. La marcha del espíritu europeo parecía tener por meta la gestación de semejante cultura de ciencia. A esta tendencia histórica la ve, empero, Husserl amenazada tras 1933. Está convencido de que el peligro no amenaza, en rigor, desde fuera, sino desde dentro. Y rastrea el origen de la crisis en el hecho de que las disciplinas más avanzadas, sobre todo la física, se han alejado de lo que en verdad debe llamarse teoría.
II
¿Y qué es lo que realmente sucede con ello? Entre la autocomprensión positivista de las ciencias y la antigua ontología existe, muy verosímilmente, una conexión. Las ciencias empírico-analíticas desarrollan sus teoría en una autocomprensión que instaura sin violencia una continuidad con los comienzos del pensar filosófico: éste y aquéllas se comprometen a una actitud teórica, que libera de la conexión dogmática y de la enojosa influencia de los intereses naturales de la vida; y coinciden en el propósito cosmológico del describir teóricamente el universo en su ordenación conforme a leyes, tal y como es. En cambio, las ciencias histórico-hermenéuticas, cuyo ámbito es la esfera de las cosas perecederas y del mero opinar, no se dejan en igual medida reducir sin violencia a esta tradición: no tienen nada que ver con la cosmología. Pero, de conformidad con el modelo de las ciencias naturales, también ellas se forjan una conciencia cientifista. Hasta los contenidos de sentido transmitidos del pasado parecen dejarse coleccionar en ideal simultaneidad para constituir un cosmos de hechos. Aunque las ciencias del espíritu capten sus hechos por medio del comprender, y por poco que le importe hallar leyes generales, comparten, no obstante, con las ciencias empírico-analíticas la conciencia del método: describir desde la actitud teórica una realidad estructurada. El historicismo se ha tornado en el positivismo de las ciencias del espíritu.
El positivismo se ha impuesto también en las ciencias sociales, ya sea que éstas obedezcan a las exigencias metódicas de una ciencia empírico-analítica del comportamiento o que se orienten por el patrón de las ciencias normativo-analíticas, que presuponen máximas de acción. Bajo el título de libertad de juicios de valor se ha confirmado también en este campo de investigación, cercano a la praxis, el código que la ciencia moderna hubiera de agradecer a los comienzos del pensar teórico en la filosofía griega: psicológicamente, el compromiso incondicional con la teoría y, epistemológicamente, la separación del conocimiento respecto del interés. A esto corresponde, en el plano lógico, la distinción entre enunciados descriptivos y normativos, distinción que obliga a discriminar gramaticalmente los contenidos meramente emotivos respecto de los cognitivos.
Por lo demás, el término ìlibertad de valorî nos recuerda ya que los postulados que con él se vinculan han dejado de identificarse con el sentido clásico de teoría. Escindir los valores respecto de los hechos significa contraponer al puro ser un
abstracto deber. Los valores son el producto residual nominalista de una crítica, que ha durado siglos, a aquel enfático concepto del ente por el cual se orientó antaño exclusivamente la teoría. Ya el nombre, puesto filosóficamente en circulación por el neokantismo, de valores frente a los cuales la ciencia debe preservar neutralidad, niega el nexo en otro tiempo pretendiendo por la teoría.
Ciertamente, las ciencias positivas comparten con la tradición de la gran filosofía el concepto de teoría; pero destruyen la pretensión clásica de esta tradición. Dos momentos toman de la herencia filosófica: en primer lugar, el sentido metódico de la actitud teórica, y en segundo lugar, la suposición ontológica fundamental de una estructura del mundo independiente del cognoscente. Mas de otra parte la conexión, instaurada desde Platón a Husserl, de theoría y cosmos, de mímesis y bíos theoretikós, se ha perdido. Lo que antaño debía constituir la eficacia práctica de la teoría queda ahora sujeto a prescripción metodológica. La concepción de la teoría como un proceso educativo se torna apócrifa. Aquella asimilación mimética del alma a las aparentemente contempladas proporciones del universo no había hecho más que poner el conocimiento teórico al servicio de una internalización de norma, enajenándolo con ello de su legítima tarea; así nos parece ahora.
III
Las ciencias hubieron de perder, en efecto, la específica significación vital que Husserl quiso volver a instaurar mediante la renovación de la teoría pura. Por mi parte, creo poder reconstruir su crítica en tres pasos. Por de pronto se dirige contra el objetivismo de las ciencias. A éstas se les aparece objetivamente el mundo como un universo de hechos, cuya conexión legal puede ser captada por descripción. Pero la verdad es que el saber del mundo, aparentemente objetivo, de los hechos está trascendentalmente basado en el mundo precientífico. Los posibles objetivos del análisis científico se constituyen de antemano en las autocomprensiones de nuestro mundo vital primario. En este estado la fenomenología no hace más que poner las realizaciones de una subjetividad fundadora de sentido. Luego quiso mostrar Husserl que esta subjetividad realizadora desaparece bajo la cobertura de una autocomprensión objetivista, porque las ciencias no se han liberado radicalmente del peso de intereses del mundo primario de la vida. Sólo la fenomenología rompe con la actitud ingenua a favor de una actitud contemplativa rigurosa y libera, en definitiva, al conocimiento respecto del interés. Finalmente, Husserl equipara la autorreflexión transcendental, a la que da el nombre de una descripción fenomenológica, con la teoría pura, con la teoría en sentido tradicional. El filósofo agradece a la actitud teórica un giro o cambio de actitud que lo libera de la red de intereses de la vida. En este respecto la teoría es ìimprácticaî. Pero esto no la desliga de la vida práctica. Precisamente la consecuente reserva de la teoría produce, de conformidad con su concepto tradicional, una cultura que orienta la acción. Una vez se la ejercita, la actitud teórica se deja reconciliar con la práctica: ìEsto acontece en la forma de una praxis de nuevo cuño [...], que pugna por elevar a la humanidad, mediante la razón científica universal, a normas de verdad de todas formas, que pugna por cambiarla en una humanidad fundamentalmente nueva:
capacitada para una autorresponsabilidad absoluta que se funda en perspectivas teóricas absolutas.
El que recuerde la situación de hace treinta años, cuando sobrevino la barbarie, respetará la apelación a la fuerza terapéutica de la descripción fenomenológica; pero ésta no se deja fundamentar. La fenomenología capta, en todo caso, normas que son necesarias para la labor trascendental de la conciencia; dicho en términos kantianos, describe leyes de razón pura, pero no normas de una legislación general de la razón práctica, conforme a las cuales se pudiera dirigir una voluntad libre. ¿Por qué cree Husserl poder defender la pretensión de eficacia práctica de la fenomenología como teoría pura? Yerra al no percatarse de la conexión entre el positivismo, al que critica correctamente, y aquella ontología de la que él inconscientemente sustrae el concepto tradicional de teoría.
Correctamente critica Husserl la ilusión objetivista, que proyecta en las ciencias la imagen de un en-sí de hechos estructurados conforme a leyes, encubre la constitución de estos hechos y no permite, por tanto, que se tome conciencia de la imbricación del conocimiento con los intereses del mundo de la vida. Por traer esto a conciencia, la fenomenología queda, al parecer, sustraída a tales intereses; el título de teoría pura, que injustamente reclaman las ciencias, le corresponde, pues, a ella. A este momento, a la desconexión del conocimiento respecto del interés, le anuda Husserl la expectativa de eficacia práctica. El error está al alcance de la mano: si la teoría, en el sentido de la gran tradición, incidió en la vida, es porque fingió haber descubierto en el orden cósmico una conexión ideal del mundo, lo cual quiere decir: también el prototipo para la ordenación del mundo humano. Sólo en tanto que cosmología fue la teoría capaz de orientar a la par el obrar. Por eso justamente no puede esperar Husserl procesos culturales de una fenomenología que ha purificado trascendentalmente a la antigua teoría de sus contenidos cósmicos y sólo abstractamente mantienen aún algo así como una actitud teórica. La teoría no quedaba instalada en la cultura por haber emancipado al conocimiento respecto del interés, sino, inversamente, por tener que agradecer al encubrimiento de su propio interés una fuerza pesudonormativa. Mientras critica la autocomprensión objetivista de las ciencias, sucumbe Husserl a otro objetivismo que siempre había estado ya adherido al concepto tradicional de teoría.
IV
Dentro de la tradición griega, las mismas fuerzas que la filosofía reduce a potencias anímicas continúan manifestándose como dioses y poderes sobrehumanos. La filosofía las ha domesticado y proscrito, como demonios interiorizados, al recinto del alma. Mas si concebimos bajo este punto de vista los impulsos y emociones que enredan a los hombres en la conexión de intereses de una praxis inestable y causal, entonces cobra también un nuevo sentido la actitud de la teoría pura, que precisamente promete la purificación de estos afectos: la contemplación desinteresada significa ostensiblemente entonces emancipación. Desligar al conocimiento del interés no debía acaso purificar a la teoría de las perturbaciones de la subjetividad, sino, inversamente, someter al sujeto a una
extasiadora purificación de las pasiones. El hecho de que la ìkatharsisî ya no se logre ahora por la vía del culto mistérico, sino que se establece mediante la teoría en la voluntad de los individuos, muestra el nuevo estadio de la emancipación: ha prosperado la individuación de cada uno, al extremo de que la identidad del yo aislado como una magnitud fija sólo se puede constituir mediante la identificación con las leyes abstractas del orden cósmico. En la unidad de un cosmos que descansa en sí mismo y en la identidad del ser inmutable encuentra ahora su sostén la conciencia que se ha emancipado de los poderes originarios.
De este modo la teoría acreditó antaño un mundo liberado, depurado de demonios, sólo por virtud de distinciones ontológicas. Al mismo tiempo la ilusión de la teoría pura protegía de la recaída en un estadio superado. Si se hubiera contemplado la identidad del ser puro como una ilusión objetivista, no se habría podido formar la identidad del yo con esa identidad. Que el interés sea reprimido, es algo que sigue formando parte de este mismo interés.
Pero, cuando así sucede, los dos momentos más efectivos de la tradición griega, la actitud teórica y la suposición ontológica fundamental de un mundo estructurado en sí, son admitidos en una conexión que ambos, empero, prohíben: en una conexión del conocimiento con el interés. Con esto retornamos a la crítica de Husserl al objetivismo de las ciencias. Sólo que el motivo se vuelve ahora contra Husserl. Si presumimos una conexión inconfesada de conocimiento e interés, no es porque las ciencias se desprendieran del concepto clásico de teoría, sino porque no se han liberado plenamente de él. La sospecha del objetivismo viene motivada por la ilusión ontológica de la teoría pura, que las ciencias, tras la eliminación de los elementos educativos, aún comparten engañosamente con la tradición filosófica.
Siguiendo a Husserl, llamamos objetivista a una actitud que refiere ingenuamente los enunciados teóricos a estados de cosas. Esta actitud considera las relaciones entre magnitudes empíricas, que son representadas por enunciados teóricos, como algo que existe en sí; y a la vez se sustrae al marco trascendental, solamente dentro del cual se constituye el sentido de semejantes enunciados. No bien se entiende que estos enunciados son relativos al sistema de referencia previamente puesto con ellos, la ilusión objetivista se desmorona y deja franco el paso a la mirada hacia un interés que guía al conocimiento.
Para tres categorías de procesos de investigación se deja demostrar una conexión específica de reglas lógico-metódicas e intereses que guían al conocimiento. Ésta es la tarea de una crítica de la ciencia que escape a las trampas del positivismo. En el ejercicio de las ciencias empírico-analíticas interviene un interés técnico del conocimiento; en el ejercicio de las ciencias histórico-hermenéuticas interviene un interés práctico del conocimiento, y en el ejercicio de las ciencias orientadas hacia la crítica interviene aquel interés emancipatorio del conocimiento que ya, como vimos, subyacía inconfesadamente en la ontología tradicional. Quisiera ilustrar esta tesis con unos cuantos ejemplos paradigmáticos.
V
En las ciencias empírico-analíticas el sistema de referencia, que prejuzga el sentido de posibles enunciados científicos de tipo empírico, establece reglas no sólo para la construcción de teorías, sino también para su contrastación crítica. La teoría consta de conexiones hipotético-deductivas de proposiciones, que permiten deducir hipótesis legales pregnantes de contenido empírico. Esas hipótesis son susceptibles de ser interpretadas como enunciados sobre la covarianza de magnitudes observables: bajo condiciones iniciales dadas, permiten hacer pronósticos. El saber empírico-analítico es, por tanto, posible saber pronóstico. Pero el sentido general de tales pronósticos, vale decir, su viabilidad técnica, se sigue exclusivamente de las reglas según las cuales aplicamos las teorías a la realidad.
En las observaciones controladas, que toman a menudo la forma de experimentos, provocamos las condiciones iniciales y medimos el éxito de las operaciones así realizadas. Pues el empirismo quisiera asegurar la claridad objetiva en las observaciones expresadas en las proposiciones básicas: a este respecto debe darse algo que sea inmediatamente evidente de modo accesible y sin intervención subjetiva. La verdad es que no son las proposiciones básicas reflejos de los hechos en sí; más bien traen a expresión éxitos o fracasos de nuestras operaciones. Pudiéramos decir que los hechos y las relaciones entre los hechos se captan descriptivamente; pero este modo de hablar no debe ocultar que los hechos de experiencias científicas relevantes se constituyen como tales merced a una organización previa de nuestra experiencia en el círculo de funciones de la acción instrumental.
Tomados a la vez ambos elementos, la construcción lógica de los sistemas de enunciados permitidos y el tipo de las condiciones de constrastación sugieren la siguiente interpretación: que las teorías científicas de tipo empírico abren la realidad bajo la guía del interés por la posible seguridad informativa y ampliación de la acción de éxito controlado. Éste es el interés cognitivo por la disponibilidad técnica de procesos objetivados.
Las ciencias histórico-hermenéuticas obtienen sus conocimientos en otro marco metodológico. En ellas el sentido de la validación de enunciados no se constituye en el sistema de referencia del control de disposiciones técnicas. Los niveles del lenguaje formalizado y experiencia objetivada aún no están diferenciados; porque ni están las teorías construidas deductivamente ni tampoco están organizadas las experiencias atendiendo al resultado de las operaciones. Es la comprensión de sentido lo que, en lugar de la observación, abre acceso a los hechos. A la contrastación sistemática de suposiciones legales corresponde aquí la interpretación de textos. Las reglas de la hermenéutica determinan, por lo tanto, el posible sentido de los enunciados de las ciencias del espíritu.
A esa comprensión del sentido, a la que deben ser dados como evidentes los hechos del espíritu, ha anudado el historicismo la ilusión objetivista de la teoría
pura. Parece como si el intérprete se situase en el horizonte del mundo o del lenguaje, horizonte del cual extrae su sentido un hecho histórico transmitido. También aquí se constituyen los hechos sólo por relación a los patrones de su constatación. Así como la autocomprensión positivista no se hace expresamente cargo de la conexión de operaciones de medición y controles de resultados, así también olvida esa precomprensión adherida a la situación inicial del intérprete, a través de la cual el saber hermenéutico siempre está transmitido. El mundo del sentido transmitido se abre al intérprete sólo en la medida en que se aclara a la vez el propio mundo de éste. El que comprende mantiene una comunicación entre los dos mundos; capta el contenido objetivo de lo transmitido por la tradición y a la vez aplica la tradición a sí mismo y a su situación.
Pero cuando las reglas metodológicas unen de este modo la interpretación con la aplicación, se sugiere la siguiente interpretación: que la investigación hermenéutica abre la realidad guiada por el interés de conservar y ampliar la intersubjetividad de una posible comprensión orientadora de la acción. La comprensión de sentido dirige su estructura hacia el posible consenso de los actuantes en el marco de una autocomprensión transmitida. A esto lo llamamos, a diferencia del técnico, el interés práctico del conocimiento.
Las ciencias de la acción sistemáticas -a saber, economía, sociología y política- tienen como meta, al igual que las ciencias empírico-analíticas de la naturaleza, la producción de saber nomológico. Una ciencia social crítica no se contenta obviamente con esto. Se esfuerza por examinar cuándo las proposiciones teóricas captan legalidades invariantes de acción social y cuándo captan relaciones de dependencia, ideológicamente fijadas, pero en principio susceptibles de cambio. Mientras éste sea el caso, la crítica de las ideologías cuenta -del mismo modo, por lo demás, que el psicoanálisis- con que la información sobre nexos legales desencadene un proceso de reflexión en el afectado; con ello, el estadio de conciencia irreflexiva, que caracteriza las condiciones iniciales de semejantes leyes, puede ser cambiado. Un conocimiento críticamente mediado de las leyes puede por este camino colocar a la ley misma, merced a la reflexión, no ciertamente fuera de la validez, pero sí fuera de la aplicación.
El marco metodológico que establece el sentido de la validez de esta categoría de enunciados críticos se puede explicar en términos de conceptos de autorreflexión. Ésta libera al sujeto de la dependencia de poderes hipostasiados. La autorreflexión está determinada por un interés cognitivo emancipatorio. Las ciencias críticamente orientadas lo comparten con la filosofía.
Mientras la filosofía permanezca atada a la ontología, queda sujeta a un objetivismo que enmascara el nexo de su conocimiento con el interés por la emancipación. Sólo cuando vuelve contra la ilusión de la teoría pura en sí misma la crítica que dirige contra el objetivismo de las ciencias, extrae la filosofía, de la confesada dependencia, la fuerza que en vano vindica para sí como filosofía aparentemente libre de supuestos.
VI
En el concepto del interés como guía del conocimiento quedan recogidos esos dos momentos, cuya relación urge aclarar: conocimiento e interés. Por la experiencia diaria sabemos que las ideas sirven bien a menudo para enmascarar con pretextos legitimadores los motivos reales de nuestras acciones. A lo que en este plano se denomina racionalización, en el plano de la acción colectiva lo llamamos ideología. En ambos casos, el contenido manifiesto de enunciados es falseado por la irreflexiva vinculación a intereses por parte de una conciencia sólo en apariencia autónoma. Con razón tiende por ella la disciplina del pensamiento educado a desconectarse de semejantes intereses. En todas la ciencias se han ideado rutinas para prevenir la subjetividad de la opinión; y contra la influencia incontrolada de intereses de honda raigambre, que dependen menos del individuo que de la situación objetiva de grupos sociales, ha salido a escena incluso una nueva disciplina, la sociología del conocimiento. Pero éste es sólo un lado de la cuestión. Pues de otra parte, por tener que ganar primeramente la objetividad de sus enunciados contra la presión y la seducción de intereses particulares, la ciencia se engaña sobre los intereses fundamentales a los que agradece no sólo su impulso, sino también las condiciones de posible objetividad.
La actitud del control técnico, de la comprensión práctico-vivencial y de la emancipación respecto de la coerción que emana de la naturaleza, determina los específicos puntos de vista de la historia desde los cuales podemos por primera vez concebir la realidad como tal. Al tomar conciencia de que los límites transcendentales de posibles concepciones del mundo no pueden ser excedidos, un trozo de naturaleza cobra, merced a nosotros, autonomía en la naturaleza. Si el conocimiento pudiera engañar a su interés innato, lo haría al advertir que la mediación de sujeto y objeto que la conciencia filosófica adjudica exclusivamente a su síntesis es inicialmente producida mediante intereses. Por la reflexión puede cobrar conciencia el espíritu de esta base natural. Pero el poder de ésta alcanza hasta la lógica de investigación. Las representaciones o descripciones no son nunca independientes de normas. Y la elección de esas normas se basa en actitudes que necesitan de la evaluación crítica mediante argumentos porque no pueden ser ni deducidas lógicamente ni probadas empíricamente. Decisiones metódicas básicas, distinciones tan fundamentales acaso como la que hay entre el ser categorial y el no categorial, entre enunciados analíticos y sintéticos, entre contenido descriptivo y emotivo, tienen la peculiar característica de no ser ni arbitrarias ni obligatorias. Se manifiestan como acertadas o equivocadas. Pues se miden por la necesidad metalógica de intereses, que nosotros no podemos fijar ni representar, sino con los que nos tenemos que encontrar. Por eso mi primera tesis se enuncia así: las realizaciones del sujeto trascendental tienen su base en la historia natural del género humano.
Esta tesis, tomada por sí misma, pudiera llevarnos a la errónea idea de que la razón del hombre es como las garras y los colmillos de los animales, un órgano de adaptación. Esto, ciertamente, lo es también. Pero los intereses histórico-
naturales, a los que reducimos los intereses que guían al conocimiento, proceden a la par de la naturaleza y de la ruptura cultural con la naturaleza. Junto con el momento de imposición del instinto natural incorporan el momento de la emancipación respecto de la coerción de la naturaleza. Ya el interés de la autoconservación que parece ser algo tan natural, corresponde un sistema social, que compensa las deficiencias del equipo orgánico del hombre y asegura su existencia histórica contra una naturaleza que amenaza desde el exterior. Pero la sociedad no es solamente un sistema de autoconservación. Una seductora naturaleza, que está presente en el individuo como líbido, se ha emancipado del círculo funcional de la autoconservación y presiona hacia una realización utópica. A su vez, estas pretensiones individuales, que no armonizan de antemano con la exigencia de autoconservación colectiva, se las incorpora el sistema social. Por ello los procesos de conocimiento, que están inextricablemente vinculados a la formación de la sociedad, no pueden funcionar sólo como medio de reproducción de la vida: en la misma medida determinan ellos las definiciones de esta vida. La aparentemente desnuda supervivencia es siempre una magnitud histórica; pues se la mide por aquello a lo que una sociedad aspira como su vida buena. Mi segunda tesis, por tanto, dice: el conocer es instrumento de la autoconservación en la medida misma en que transciende a la mera autoconservación.
Los puntos de vista específicos desde los cuales concebimos necesaria y trascendentalmente la realidad establecen tres categorías de posible saber, informaciones, que amplían nuestra potencia de domino técnico; interpretaciones, que hacen posible una orientación de la acción bajo tradiciones comunes; y análisis, que emancipan a la conciencia respecto de fuerzas hipostasiadas. Estos puntos de vista dimanan del nexo de intereses de una especie que está por naturaleza vinculada a determinados medios de socialización: al trabajo, al lenguaje y a la dominación. La especie humana asegura su existencia en sistemas de trabajo social y de autoafirmación violenta; merced a una vida en común mediada por la tradición en la comunicación del lenguaje ordinario; y, finalmente, con ayuda de identidades plasmadas en un ìyoî, que reconfiguran la conciencia del individuo por relación a las normas del grupo en cada nivel de individualización. Así pues, los intereses que guían al conocimiento se adhieren a las funciones de un yo que, mediante procesos de aprendizaje, se adapta a sus condiciones externas de vida; que se ejercita, mediante procesos culturales en el nexo de comunicación de un mundo de vida social; y que se construye una identidad en el conflicto entre las solicitudes del instinto y las coerciones sociales. Estas realizaciones inciden, a su vez, en las fuerzas de producción que una sociedad acumula; en la tradición cultural merced a la cual una sociedad se interpreta así misma; y en las legitimaciones que una sociedad adopta o critica. Mi tercera tesis, por tanto, reza: los intereses que guían al conocimiento se constituyen en el medio o elemento del trabajo, el lenguaje y la dominación.
Desde luego que la constelación de conocimiento e interés no es igual en todas las categorías. Ciertamente, aquella autonomía exenta de supuestos en la que el conocimiento concibe teóricamente la realidad por vez primera, para más tarde ponerla al servicio de intereses extraños al conocimiento, es en este plano
siempre una ilusión. Pero el espíritu puede referirse al nexo en el que previamente sujeto y objeto está anudados; y ello está reservado solamente a la autorreflexión. Ésta puede recuperar el interés en cierto modo, mas no superarlo.
No es fortuito que las medidas de la autorreflexión escapen a esa peculiar vaguedad en la que las normas de todos los demás procesos de conocimiento necesitan de una consideración crítica. Son teóricamente ciertas. El interés por la emancipación no se limita a flotar; puede ser vislumbrado a priori. Aquello que nos saca de la naturaleza es cabalmente la única realidad que podemos conocer según su naturaleza: el lenguaje. Con la estructura del lenguaje es puesta para nosotros la emancipación. Con la primera proposición es expresada inequívocamente la intención de un consenso común y sin restricciones. Autonomía es la única idea de que somos dueños en el sentido filosófico tradicional. Quizá sea por esto por lo que el uso del lenguaje del idealismo germano, de acuerdo con el cual ìrazónî contiene ambos momentos: voluntad y conciencia, no es, empero, totalmente obsoleto. Razón significaba a la vez voluntad de razón. En la autorreflexión, el conocimiento por mor del conocimiento viene a coincidir con el interés por la autonomía. El interés emancipado de conocimiento tiende a la consumación de la reflexión como tal. Por eso mi cuarta tesis se anuncia así: En la fuerza de la autorreflexión el conocimiento y el interés son uno.
Y, sin embargo, sólo en una sociedad emancipada, que hubiera conseguido la autonomía de todos sus miembros, se desplegaría la comunicación hacia un diálogo, libre de dominación, de todos con todos, en el que nosotros vemos siempre el paradigma de la recíprocamente constituida identidad del yo como también la idea del verdadero consenso. En esta medida la verdad de los enunciados se basa en la anticipación de la vida lograda. La ilusión ontológica de la teoría pura, tras la cual desaparecen los intereses que guían el conocimiento, consolida la ficción, como si el diálogo socrático fuera posible en general y en cualquier tiempo. La filosofía ha asumido desde el comienzo que la autonomía puesta con la estructura del lenguaje era no sólo anticipada, sino efectiva. Precisamente la teoría pura, que quiere obtenerlo todo de sí misma, claudica ante el desplazado exterior y se torna ideológica. Sólo cuando la filosofía descubre en la ruta dialéctica de la historia las huellas de la violencia, que siempre desfigura el fatigoso diálogo y siempre lo lleva fuera del curso de la comunicación sin coacciones, impulsa al proceso suyo estacionamiento de otro modo legitima: el proceso del género humano hacia la autonomía. Como quinta tesis quisiera, por tanto, defender la siguiente proposición: la unidad de conocimiento e interés se acredita en una dialéctica que reconstruye lo suprimido rastreando las huellas históricas del diálogo suprimido.
VII
Las ciencias han retenido una cosa de la filosofía: la ilusión de la teoría pura. Esta ilusión no determina la praxis de la investigación científica, sino sólo la
comprensión que las ciencias tienen de sí. Y, mientras esta autocomprensión nos reconduzca a esa praxis, tiene incluso un sentido positivo.
El honor de las ciencias consiste, desde luego, en aplicar infaliblemente sus métodos sin reflexionar sobre el interés que guía al conocimiento. En la medida en que no saben metodológicamente lo que hacen, tanto más ciertas están las ciencias de su disciplina, vale decir: del progreso metódico dentro de un marco no problematizado. La falsa conciencia tiene una función protectora. Pues en el plano de la autorreflexión les faltan a las ciencias los medios para afrontar los riesgos de una conexión, antaño contemplada, de conocimiento e interés. El fascismo ha podido fingir la superchería de una física nacional, y el estalinismo la superchería, que ciertamente hay que tomar más en serio, de una genética soviético-marxista, porque faltaba la ilusión del objetivismo, un factor que hubiera podido inmunizar contra los peligrosos encantamientos de una reflexión mal conducida.
El elogio al objetivismo tiene, ciertamente, sus fronteras; en este punto basó acertadamente Husserl su crítica, aun cuando no emplease los métodos adecuados. Tan pronto se plasmó la ilusión objetivista en afirmaciones de concepción del mundo, truécase la precariedad de lo metodológicamente inconsciente en la dudosa virtud de una profesión de fe cientifista. El objetivismo en modo alguno impide a las ciencias, como Husserl creía, intervenir en la vida práctica. De una forma o de otra, están integradas en ella. Pero no desarrollan eo ipso eficacia práctica en el sentido de una creciente racionalidad de la acción.
Una autocomprensión positivista en las ciencias nomológicas tiende más bien a sustituir la acción ilustrada por el control técnico. Guía la aplicación de las informaciones de la ciencia de la experiencia bajo el ilusorio punto de vista de que la dominación práctica de la historia puede dejarse reducir al control técnico de procesos objetivados. No menos rica en consecuencias es la autocomprensión objetivista de las ciencias hermenéuticas. De la apropiación reflexiva de tradiciones aun operantes sustrae un saber esterilizado, y recluye en cambio a la historia en los museos. Guiadas por la actitud objetivista de la teoría configurada de hechos, las ciencias nomológicas y hermenéuticas se complementan mutuamente en sus consecuencias prácticas. Mientras éstas se liberan de su compromiso con la conexión tradicional, aquéllas, apoyándose en el engañoso fundamento de una historia desplazada, confinan exclusivamente la praxis de la vida al círculo funcional de la acción instrumental. La dimensión en la cual los sujetos activos pueden llegar al entendimiento racional y mutuo sobre objetivos y fines, es así entregada a la oscuridad de la mera decisión entre el sistema de ordenaciones cosificadas de valor y el poder irracional de la creencia. Cuando de esta dimensión abandonada, por todos los buenos espíritus, se apodera una reflexión que procede, al modo de la antigua filosofía, objetivamente frente a la historia, se eleva el positivismo a su más alta cota -como sucedió con Comte-. Éste es el caso cuando la crítica niega acríticamente su conexión con el interés emancipatorio del conocimiento en favor de la teoría pura. Semejante crítica exagerada proyecta el indecidido proceso de avance de la humanidad sobre el plano de una filosofía de la historia que imparte dogmáticamente instrucciones
para la acción. Pero una engañosa filosofía de la historia es sólo el reverso del ciego decisionismo: la parcialidad burocráticamente ordenada se compadece sólo demasiado bien con una neutralidad de valor contemplativamente mal entendida.
Contra estas consecuencias prácticas de una conciencia cientifista restringida de las ciencias puede operar una crítica que destruye la ilusión objetivista. Verdad es que el objetivismo no es roto, como aún imaginaba Husserl, por la fuerza de una renovada teoría, sino sólo por la demostración de lo que encubre: conexión entre conocimiento e interés. La filosofía permanece fiel a su gran tradición en tanto renuncia a ella. La idea de que la verdad de los enunciados está, en última instancia, vinculada a la intención de vivir la verdadera vida se deja hoy defender mejor sobre las ruinas de la ontología. Seguramente que esta filosofía seguirá siendo una especialidad junto a las ciencias y fuera de la conciencia pública, mientras la herencia de la tradición, de la que ella críticamente se ha liberado, continúe perviviendo en la autocomprensión positivista de las ciencias.

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